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Testimonios sobre El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince


Préstame tus recuerdos…

Verónica Heredia Ruiz  

A Héctor Abad Faciolince gracias, muchas gracias. Esta lectura ha sido no solo un exorcismo para él sino para alguien como yo, que ha pasado 11 años de su vida imaginando, recreando, inventado la figura de un padre que murió sin saber que existí. Busqué tu e-mail para escribirte pero no lo encontré, pero en cambio hallé esta página que espero leas en algún momento. A partir de hoy guardaré en mi corazón no solo tu libro, sino tus recuerdos para hacerlos míos y creer que tuve un padre como el tuyo.

Este libro llegó a mis manos por una feliz coincidencia. Buscaba el regalo para una amiga, Ana María, y fui a Palinuro, una librería en Medellín que tiene una premisa bastante singular: no venden libros usados, sino leídos, además de algunas ediciones nuevas. Allí, Luis, me recomendó el último libro de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, que por el título ya augura la belleza y la crueldad de la vida. Así que sin pensarlo mucho me decidí por este regalo.

En la noche, aproveché para leer algunas cuántas páginas hasta que el sueño me venció. Las 40 o 50 páginas que leí me parecieron llenas de sensibilidad y ternura, así que decidí que además de regalarle a Anita este libro, también quería regalármelo y lo compré.

Tal vez encontré en esta lectura todos los vacíos que tengo ante la ausencia de un padre y por eso, sentí mucha envidia por aquel ser tan hermoso, inteligente, humano, justo, y por un instante imaginé que tal vez así hubiera sido mi papá, aunque él no me hubiera conocido y no sospechara siquiera de mi existencia.

Creo que hasta ahora, lo confieso, ningún otro libro ha logrado conmoverme tanto, ni me ha hecho llorar tanto como este. Lloré por la muerte de Marta, esa dulce y alegre adolescente a la que una enfermedad absurda le arrebata la vida; y más aún por la muerte de Héctor porque finalmente, después de una semana de lectura, página a página lo sentí como mi padre, lo admiré, lo amé, lo idiolatré. Sentí sus besos, abrazos, regalos, consejos…. Sentí que a través de él construí la imagen mítica del padre, esa que para Freud, es tan importante y definitiva para la construcción de la personalidad del ser humano.

Además, era como si esta muerte me llevara inconscientemente a la de mi padre que también murió en el año 87. En aquella época yo tenía 7 años, así que hubiera tenido tiempo de sobra para conocerlo, aunque fuera un poco. Sin embargo, por cosas extrañas del destino la vida me negó esta oportunidad, pues a mi madre le habían dicho que a Guillermo lo habían matado en el 80, y ella se conformó con esta información y nunca más averiguó por él.

Además, por otra jugada del destino, mi madre durante su embarazo heredó mi paternidad al hombre equivocado. Cuando nací se dio cuenta que el padre de la criatura era Guillermo Jaramillo. Intentó buscarlo pero por una información equivocada lo creyó muerto; el heredero de mi paternidad me dio su apellido pero en el fondo nunca me acogió, ni me sintió como su hija y en mi infantil intuición yo me di cuenta; eso de que le sangre llama, es cierto.

Fui así como hasta los 12 años crecí creyendo que otro era mi papá. No comprendía porqué no lo quería, porque no sentía ese amor tan grande e incomprensible que sienten los hijos por sus padres. A mis cinco años me preguntaba ¿Qué pasa, porqué no lo quiero? Me dolía decirle papá, no era natural ni fluido pronunciar estas dos sílabas para mí.

A los 15 años mi mamá me contó toda la historia de Guillermo, o por lo menos la que ella sabía. Intentamos buscar la familia Jaramillo en el barrio en el que vivían pero hacía mucho tiempo habían partido. Pasaron los años y fue así como en septiembre de 2005, (yo ya tenía 25 años) mi mamá buscó en el directorio telefónico los nombres de los hermanos de mi papá y en el primer llamado, como por arte de magia los encontramos.

Ninguno de los cinco hermanos de Guillermo Jaramillo –Alfonso, Álvaro, Elena, Nelson, y Miriam-, se imaginaban siquiera que Guillermo había tenido una hija, y lo más grato de todo, es que recibí una acogida que nunca hubiera imaginado. El teléfono de la casa no paraba de sonar, recuerdo cuando Alfonso me llamó, muerto de risa y alegría: -“Esta historia parece de telenovela mexicana, pero me alegra mucho tener una nueva sobrina”-. Lo que más me emocionó de todo era que por primera vez, conocí a mi papá en una foto, en la de su cédula, a sus escasos 18 años y luego vinieron otras más, y empecé a reconocer sus gestos en los míos, en su mirada, en su expresión, y desde entonces he guardado cada detalle en cada rincón de mis recuerdos, para que nunca se me olvide. Y además de las fotos, vinieron las historias llenas de magia que es lo único que tengo de mi papá, además de su maravillosa familia.

Poco tiempo después de conocer a la familia Jaramillo tuve un sueño muy particular, soñé el momento en que mataron a mi papá. Fue un sueño extraño pero bastante real, para mí estremecedor, y creo que este es uno de los recuerdos que me evocó bastante el libro, sobre todo en los capítulos de la muerte. Como ya tenía una imagen, por lo menos fotográfica de cómo había sido Guillermo, mi papá, de repente se me apareció herido, a balazos, en medio de un tumulto de curiosos. Sus ojos blanqueaban y mientras lo recogían dos enfermeros para montarlo a una ambulancia, él no dejaba de mirarme fijamente, como llamándome, entonces por un impulso extraño me acerqué y antes de que lo montaran a la ambulancia le dije: “no se muera sin saber, que yo soy su hija”. En ese momento desperté sobresaltada, feliz, triste, no sé, creo que finalmente a través de este sueño el supo de mi existencia.

Y al leer el libro entonces recordé este suceso y fue inevitable pensar que mi padre también murió a causa de la violencia absurda de esta ciudad, de este país de locos, de narcos, de paras, de sicarios, de asesinos… que apuntan y disparan, y matan, sin pensar si quiera el dolor irreparable que generan, que permanece en el tiempo, por años, hasta nuestra propia muerte.