El otro país sin cuerpos
Manuel Gómez
El año pasado, cuando se supo de la muerte de Carlos Castaño, Héctor Abad Faciolince repudiaba el asesinato desde su columna en la revista Semana . Planteaba, entre otras cosas, que éste debería haber muerto de viejo, bajo el repudio de sus conciudadanos. Lo que me llamaba la atención es que Faciolince abogara por los derechos de un hombre que, a mi parecer, había muerto en su ley. También se me hacía un poco ingenua la escena de un hombre como Castaño, viejo y repudiado, en un país donde los índices de impunidad son tan altos. Ingenuo, si vemos la confusión en que se ha tornado el proceso con los paramilitares, donde todo parece dirigirse a que los mismos índices se mantengan, esta vez bajo el mandato de la presidencia de turno. Pero mi juicio apresurado se debía, entre otras cosas, a que todavía no había llegado a mis manos un aparte del libro que no deja de impresionarme: “Siempre me ha parecido que los despiadados carecen de imaginación literaria –esa capacidad que nos dan las grandes novelas de meternos en la piel de otros–, y son incapaces de ver que la vida da muchas vueltas y que el lugar del otro, en un momento dado, lo podríamos estar ocupando nosotros: en dolor, pobreza, opresión, injusticia, tortura.” (p. 179)
Ahora, ya con meses de reposo y después de haber leído el libro, creo que su rechazo ante el asesinato de Carlos Castaño carece de ingenuidad, y más bien resalta como un llamado de atención. Lo ingenuo o llamativo es que hemos llegado al punto en que cualquier causa vale como justifición para asesinar a una persona. No debería aceptarse el asesinato de nadie, ni siquiera el de un jefe paramilitar por cuenta del hermano. Aunque haya sido autor intelectual o material de innumerables masacres.
Creo que leer El olvido que seremos –¡qué título más hermoso y triste!– ayuda a entender de donde vienen algunos planteamientos de este columnista. Ese llamado a condiciones más justas, esa búsqueda de apreciaciones más equilibradas, eso que nos hemos acostumbrado a catalogar como ingenuidad , podrían parecer legado de su papá, Héctor Abad Gómez.
Es imposible pasar las páginas y no encariñarse con este hombre. Hubo momentos en que me tocó aguantar las lágrimas, bien por la ternura, el humor o el repudio que causan algunas líneas. Duele más un asesinato cuando la víctima es un hombre que ha intentado ser coherente consigo mismo. Sobre todo en estos tiempos donde la coherencia parece un valor añadido por el que nadie da un peso.
Yo no tenía idea de quién era este hombre, Héctor Abad Gómez. Fue una amiga, médica, que leyó el libro antes que yo, la que me dijo de su importancia dentro del gremio. En el libro se cuentan muchas de las iniciativas que llevó a cabo, todas bajo un supuesto que –es lamentable– todavía tiene validez hoy: “Una sociedad humana que aspira a ser justa tiene que suministrar las mismas oportunidades de ambiente físico, cultural y social a todos sus componentes. Si no lo hace, está creando desigualdades artificiales. Son muy distintos los ambientes físicos, culturales y sociales en que nacen, por ejemplo, los niños de los ricos y los niños de los pobres en Colombia(…) Aun antes de nacer, en relación con la comida que consumen sus madres, ya empieza su vida intrauterina en condiciones de inferioridad.” (pp. 216-217) Y, al igual que ayer, estas declaraciones son observadas con sospecha desde ciertos grupos sociales.
¿Fue Héctor Abad Gómez asesinado por estos grupos sociales que lo miraban con sospecha?, ¿por “fuerzas oscuras” del Estado? Se comentan cosas en el libro, sin llegar a razonamientos concluyentes. Como sucede con la mayoría de los crímenes en Colombia, donde hay rumores y muchas veces silencio, aunque sepamos a quienes se favorecen con determinadas muertes.
Vale resaltar que el asesinato de Héctor Abad Gómez parte de una dirección opuesta a la de muchas de las víctimas de estos grupos –autores materiales o intelectuales–, sin que ello aminore el dolor que pueda producir: en el caso de su muerte hubo un cuerpo, pero hasta ahora no se han encontrado autores; en muchos de los crímenes cometidos por las autodefensas, los familiares de las víctimas los señalan como autores, pero no hay cuerpos. Para saber las intenciones de las autodefensas respecto a su interés en esclarecer los crímenes perpetrados, no hay más que recordar que, en algunos casos, los cuerpos fueron desenterrados y llevados a nuevos paraderos, por el momento desconocidos.
Más allá de ese país en el que la vida no vale nada, existe otro, en el que la muerte tampoco vale nada. Así pues, quitar la vida no es suficiente; negar la muerte resulta más efectivo, menos comprometedor y más desmoralizante. Al igual que Faciolince, considero que “la desaparación de alguien es un crimen tan grave como el secuestro o el asesinato, y quizá más terrible, pues la desaparición es pura incertidumbre y miedo y esperanza vana.” (p. 179)
Si dejamos a un lado los eufemismos, sólo hay dos momentos importantes en la vida de un ser humano: el nacimiento y la muerte. Y ambos están encarnados en lo único que traemos: nuestro cuerpo. En una muerte sin cuerpo, como es la desaparición forzada, … ¿cómo dar fe de que efectivamente hubo muerte?
La conformación de grupos paramilitares ha sido una de las salidas más radicales para evitar la reivindicación de ciertos derechos –de manera violenta o no– de la población colombiana.
En este momento, cuando estos grupos están buscando desmovilizarse, el lanzamiento de este libro no podría haber sido más oportuno. “Oportunista”, decía la misma amiga que me habló tan bien de Héctor Abad Gómez, sin que yo terminara de entender su parecer. Oportuno, repito. Oportuno cuando no termina de entenderse a qué precio se está negociando este proceso de paz. “Pero es mejor que estén en la mesa a que estén en el monte dando bala”, me decía alguien hace poco. El problema es que la impunidad de muchos crímenes parece parte del pago que exigen estos grupos para desmovilizarse. Y a mí, en este país donde ya ni siquiera la muerte parece tener valor, ese precio me parece demasiado alto.