Del olvido que ya somos y del país que soñamos
Jesús Martín-Barbero
Extraño país éste en el que mientras a los mayores asesinos se les otorga voz, y hasta imagen televisiva, a las víctimas, a su inmensa mayoría, se les niega la posibilidad real de hablar y de ser vistas. Y entonces, hasta mi acolchada conciencia de investigador universitario se ha visto horadada por una incómoda y perturbadora pregunta: ¿tendrá algo que ver LA HISTORIA que se hace desde el oficio de investigador con las historias desde las que miles de víctimas necesitan/buscan narrarnos su experiencia? Y la pregunta emplaza a las ciencias sociales todas: ¿qué puede caber de la larga desmemoria y la honda desesperanza sufridas por las colectividades de desplazados en los muy disciplinadamente separados saberes que consagra la academia? Pues bien, hoy comienzo a entrever algunas pistas de respuesta a mis preguntas en un libro que relata la experiencia vivida por una familia-víctima, contada a través de una voz, no por tan densamente personal, menos colectiva. Se trata de El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, esa crónica del país en la que me reconozco como en ninguna otra.
Me reconozco en la densidad de los nudos que entrelazan los diversos países de que está hecho este país, y que tantos otros libros –mucho más sabihondos pero mucho menos sabios– se empeñan en separar y oponer. Una sola pista entre tantas: la abigarrada mezcla que entrelaza religiosidad con fanatismo y con ilustración, con godarria conservadora y con liberalismo radical. Y que no me vengan con que eso es más fácil de hacer “en literatura” pues lo que aquí hay de literatura es un saber narrar tanto los hechos más cotidianamente normales como los más inesperados y atroces. Y es precisamente por ese saber narrar que este libro conecta profundamente con las memorias por contar que necesita decisivamente el país.
Me reconozco también en la capacidad de hacernos sentir rabia, o sea de rebelarnos, pero sin resentimiento, es decir sin ligar la rebelión a la revancha, sin convertirla en legitimación de la venganza. A diferencia de su paisano Fernando Vallejo, que se la pasa –a veces no sin razón– maldiciendo y apostatando de Colombia (¡el vocabulario religioso es de lo más suyo!), Héctor Abad nos habla de un país que si da asco y pena, da también gusto y gozo. De manera que mientras la mirada de Vallejo se corresponde con una frase de este libro a otro propósito: “lo odiaba con toda el alma, con una fidelidad y una constancia en el odio, que ya se las quisiera el amor”, la mirada de Héctor Abad se pone de ese otro lado que nos recuerda al Camilo Torres que si quería tanto a este país –y lo demostró jugándosela por él de cuerpo entero– era justamente por todo lo que le dolía.
Y me reconozco en la fecunda capacidad de ambigüedad que sostiene el relato de las vidas tanto como el de los acontecimientos. Lo aprendí de Merleau-Ponty, el filósofo que rompiera con Sartre y su grupo por haber justificado la invasión soviética a Hungría en 1956 a nombre de “leyes históricas”, y a lo que respondió afirmando que lo único legible en la historia es la ambigüedad. Y para aquellos a los que ambigüedad pueda sonar a evasión, ahí está la toma de partido de Héctor Abad –padre e hijo– por los derechos humanos y la justicia social. De manera que vivir la ambigüedad y la incertidumbre, sus tensiones/conflictos, es saber construir con los otros un sentido para la vida social. Y eso es algo completamente distinto a creer que la vida o la historia tienen un sentido, ése en nombre del cual se siguen obstinadamente legitimando tanto la exclusión social como el autoritarismo político y la dominación cultural. Bienvenida la ambigüedad, incluida la que nos deja al final el secreto que el cronista se niega a compartir sobre su padre. Es la mejor metáfora de lo que el libro todo deja en suspenso, es decir de todo el futuro que nos abre.