Especial web:
Testimonios sobre El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince


El olvido que nunca dejaremos de ser

Carlos Enrique Ruiz

Héctor Abad-Faciolince ha producido por fin la biografía de su padre, el médico-salubrista, profesor y defensor de los derechos humanos, Héctor Abad-Gómez (1921-1987), después de 19 años de haber sido asesinado. Con el título, entre nostálgico y realista, "El olvido que seremos" (Ed. Planeta, Bogotá 2006), Faciolince se saca sus fantasmas y plasma en maravillosa obra la historia de su relación con el progenitor, y delinea con detalles aspectos de intimidad y de la personalidad privada y pública del mártir, en los entornos familiares y sociales. La complejidad de la violencia, con raíces que conforman enigmático tatuaje de Colombia, está allí, con la intolerancia a lo diferente, la prepotencia de quienes ostentan el poder y la miseria humana crapulosa.

Casi veinte años tardó Faciolince para poder plasmar esa memoria, exorcizar los fantasmas en los asedios del espíritu y poderse despojar de esa carga de afectos aciagos para retornar al sosiego parcial, por la misión cumplida de entregarle a la sociedad ese testimonio de vida de un gran hombre que estuvo expuesto, con la palabra limpia y en movilizaciones, a la derrota frente a muros inconmovibles del fanatismo. Riesgo de cada día, bajo la ambición de conquistar el imperio de la justicia, con la equidad y el respeto por las diferencias, en busca también de maneras apropiadas de resolver conflictos con apoyo en la razón, en los argumentos.

Esa situación de Faciolince me trae a la memoria lo padecido por Alfonso Reyes a la muerte de su padre, igualmente por asesinato. Reyes no pudo plasmar con prontitud ese drama y tardó parecido tiempo. Su "Oración del 9 de febrero" (1930), escrita en Buenos Aires para rememorar al padre en la fecha del asesinato, comienza con esta expresión dramática: "Hace 17 años murió mi pobre padre." Y luego relata tanto la relación, con preponderancia de los afectos, y la evolución íntima del drama en la esfera de lo político y lo moral. Al igual que Faciolince, Reyes reconoce en la personalidad del padre "una de esas naturalezas cuya vecindad lo penetra y lo invade, lo sacia todo." Como consecuencia siente Reyes un accidente de su corazón, y se aventura a descender a la zona más temblorosa de pudores y respetos, para dejar el testimonio de su sensibilidad atropellada por la violencia.

Sin embargo, por sufrimientos parecidos los dos autores no llegan a conclusiones similares.

Reyes siente que ese apego grande al padre le deja lección de atenuar, aún con violencia hacia si mismo, la tendencia a la ternura con su hijo, para que cuando faltase no sufriera tanto como él. Y se obligó a no educar a su hijo con caricias o mimos. En Faciolince la comprensión por el drama sobrellevado, está en la lección asimilada del padre expresada por éste en la fórmula: "mimar a los hijos es el mejor sistema educativo." No se que tan practicante de este criterio es nuestro autor al levantar los propios.

Ambas personalidades, distanciados por casi un siglo, reaccionan con mutismo por lustros hasta llegar a reventar la bomba de los afectos, con timón de racionalidad.

Reyes deja su reflexión en cinco páginas escritas con intensidad, y Faciolince en 274 arma el mapa de la relación padre-hijo, en contextos de familia unida y de sociedad con escisiones protuberantes. El mandato espiritual para la meditación es el mismo, pero distinto el alcance de la lección.

Abad-Gómez fue hombre público, con entrega total a las causas sociales, en detrimento incluso de la formación de un patrimonio digno que le permitiera solventar necesidades de familia. Pero, quizá, esto no hizo falta, al contar con esposa pragmática y de emprendimientos, que al comprender la situación libera de responsabilidades económicas al esposo y ella se propuso crear empresa, que involucró a la familia, todavía floreciente en Medellín, con la administración en número considerable de edificios, sin perder la intensidad de afectos en una relación de suyo sostenida en las naturales tensiones.

En el libro de Faciolince, que algunos consideran "novela" y que el mismo autor ha dicho haber empleado técnicas propias de ese género para armar la trama de la biografía, se consigue apreciar en su integridad la personalidad de Abad-Gómez, con sus utopías, sus enfrentamientos de vida diaria, y sus ingenuidades dentro de un mundo malformado por enjambres de malvados políticos y de potentados del dinero (“estiércol del demonio”, que decía Papini).

Lecciones supremas asume el autor de la obra al desentrañar recuerdos bajo el hilo de los afectos, y palpar el drama de los pasos que lo lleva a trascender hasta decir: "la felicidad está siempre en un equilibrio peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación."  Con la premisa que establece al observar "lo amenazada de desdicha que está en todo momento la felicidad." En determinado momento somos sujetos de un logro que nos da respiro, o que nos viene con alientos de alegría en actitudes solidarias o de valoración oportuna, pero en lo inesperado puede que al instante siguiente caigamos en la desolación. La felicidad es, entonces, un momento, por repetible que pueda ser, nada duradero en las vidas, como para que estas se puedan establecer en un campo soberbio por el estado continuo de ánimo. La vida es así, como el mundo, como el universo. Somos elementos que a la postre la fugacidad nos entroniza, sin otra esperanza que el olvido. Como bien lo advierte el título de la obra.

Faciolince deja también en claro que en la familia fueron “felices”, con cierto sostenimiento en el tiempo, mientras no hubo muerto en ella. Por ejemplo la felicidad sentida al disfrutar periódicamente de la pequeña finca familiar de dos cuadras, lo que le conduce a establecer por felicidad esos momentos suyos de paseo a caballo, en soledad, o los otros por las calles de Cartagena de Indias. De todas maneras consiente en lo fugaz de la felicidad. Felicidad que se derrumba con la muerte de la hermana Marta-Cecilia de 16 años.

La realidad de la muerte sobrecoge a la familia y marca división en su historia: antes la felicidad como gozo de vida compartida, y después el drama de lo escurridiza en la realidad. Cercanías que de pronto desaparecen de un tajo, por alejamientos parciales o definitivos, con rupturas de vida.

Experiencia que de igual modo lleva al autor a meditar sobre el tiempo de esplendor; al decir suyo: "Hay como una curva creciente en el valor de la vida humana, y la cima, creo yo, está entre los quince y los treinta años."  Después vendrá el enfrentamiento con lo cruel de los momentos y del paisaje, en medio del zigzagueo propio de los caminos.

En esa línea de vivencias, el autor consigue identificar períodos de la vida en los que la tristeza se hace más notoria, y el sufrimiento aflora con devastadora carga. "Los humanos, en el dolor más hondo -dice-, podemos sentirnos confortados si en la pena nos conceden una rebaja menor." Y la rebaja de la pena, del dolor, es cuestión de sedimentar la tragedia, en sus causas, al enfrentar la dura realidad, sin posibilidad alguna de intervenir en el destino. De pronto algo funesto se presenta, de igual manera que también aparece la gracia que reconforta y consuela, en función del tiempo.

Con reminiscencia a Platón no deja de establecer que "todo conocimiento tiene algo de recuerdo imperfecto."  Y en la imperfección está la razón de ser de la vida humana, que al vérsele en perspectiva habrá de apreciarse con ondulación de sobresaltos.

Consecuencias insospechadas de las muertes cercanas, como la que refiere Faciolince al constatar que desde la desaparición de Marta, sus padres no volvieron a hacer el amor, a pesar de las caricias diarias y de la cercanía afectiva. Factor de dicha que resultó estarles vedada para siempre, como lo anota el autor.

Faciolince hace constar que como luchador por causas sociales, su padre se declaraba "cristiano en religión, marxista en economía y liberal en política."  Lo que implicaba tener enemigos por todas partes: los cristianos por considerarlo marxista, los marxistas por cristiano, y así los liberales, los conservadores y todo el tejido de credos. Ideologías y poderes no lo consideraban en sus huestes.

Ese seguimiento a los procesos del padre lo lleva a entenderlo en una "sed de justicia" prácticamente insaciable, que la asemeja a "tentación de martirio", al no estar atenuado por cierta dosis de "escepticismo". Pero lo ve en su arrojo, en las luchas sociales diarias, como columnista, como líder de movilizaciones reivindicativas y de protesta, como conferenciante, como consecuencia de esa tristeza sin límites que lleva dentro por la muerte de la hija, lo que le permitió exclamar: "morirse ya no es grave", y entonces lo que queda es correr riesgos. En esta consideración el autor nos recuerda a Marco Aurelio cuando aludía a los cristianos, un tanto locos, que al llegar al martirio obraban mal, puesto que a su vez eran víctimas de la idea obsesiva de verdad y justicia.

La capacidad reflexiva de Faciolince ocupa lugar especial en la obra, puesto que al narrar piensa en causas y desenlaces, en la trascendencia de la acción, de los mismos acontecimientos. Así, al abordar los años de lucha del padre, medita en la compasión, como cualidad en buena medida imaginaria, que permite ponerse en lugar del otro y tomar distancia de los propios padecimientos, para poder llegar a asimilarlos en forma debida. Es algo así como la técnica del distanciamiento expuesta por Brecht en el teatro.

En esa reflexión llega a la situación del despiadado, de aquel que sin la más mínima consideración por la vida suspende la del semejante, sin pensar que también puede ser objeto de procedimiento similar.

Abad-Gómez no tenía escapatoria, así haya pasado momentos de cierta armonía en la vida universitaria, y de plenitud en la familia,  o en la fugaz diplomacia, o en trabajo de salubrista por el mundo. Su destino estaba marcado por la obsesión en la justicia, sin medir consecuencias personales, o reconociéndose en su capacidad de martirio, pero bajo un criterio de altruismo sano: contribuir en la construcción continua de un mundo mejor, para todos.

No falta en la obra la pertinencia de las "Coplas de don Jorge Manrique por la muerte de su padre", sabidas y repetidas con frecuencia por Abad-Gómez, en especie de patetismo de vida diaria: "... Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar,/ que es el morir;/..."  Y en esa mar todos nos encontramos como ineludible fatalidad, igualitaria, del destino.

El asesinato de Héctor Abad-Gómez se consuma, como un horror más en la historia trágica de Colombia. Y desde entonces otra estrella invisible fulge en el corazón de la patria. Y en las conciencias de las gentes con pensamiento libre.

En Alfonso Reyes, esa orfandad lo llevó a perder para siempre "los resortes de la agresión y de la ambición". Y a Héctor Abad-Faciolince, la suya lo puso en situación, al meditar en especie de mayor aprendizaje de la tragedia, en tanto conciencia del dolor: "ya no somos el recuerdo que seremos", en cita de Borges.

Queda la palabra, con su poder de evocación, en este libro apasionado y apasionante, que hemos leído con profundo compromiso al haber repasado la vida de un hombre ejemplar, conducidos por la mano maestra de su hijo, artista de la palabra, pero con los ojos anegados en llanto.