Revista de Libros |
No. 9 l Octubre 2006 |
Desde el subsuelo Por Paula Ungar Hay en el libro reflexiones lúcidas, poéticas, precisas, para cada una de estas visiones. Pero lo que le da sentido es que es un diario; una conversación silenciosa de alguien que observa y registra y no espera ser leído. Un diario, en fin, como el mío, el que he tenido en diferentes momentos de la vida. Ir escribiendo sobre el mundo, sólo para uno mismo, da una distancia protectora, una especie de colchón invisible que amortigua los golpes, los distancia. Es también una forma de seguir viviendo, de alimentarse en secreto, de reírse de todo sin permiso; de llorar porque sí, no para buscar consuelo. La magia del diario es que tiene el censor más implacable de todos: uno mismo. No hay espacio para la autocompasión, no tiene sentido el artificio. Sirve para sobrevivir solamente si es verdad. Quien escribe este diario era reportera antes de la guerra y conoce el oficio de escribir; ha viajado, ha visitado el país de donde vienen los invasores; sabe ruso y eso la pone en un lugar privilegiado para relatar (y para sobrevivir). Va enhebrando hábilmente los eventos mínimos, las reflexiones políticas y los chistes absurdos. Escribe con la misma fluidez sobre el esmero con el que las mujeres alemanas cosen los dobladillos de las banderas que sobre la “decadencia de Occidente”; sobre la tiranía de la vejez, la enfermedad colectiva en el hacinamiento, la brutalidad de las violaciones y el placer de comer azúcar con los dedos humedecidos. Sobre la supervivencia escribe, por ejemplo: “Una y otra vez nos damos cuenta de los objetos de dudoso valor que nos ha procurado la técnica. No tienen ningún valor en sí, son valiosos siempre y cuando haya una conexión o un echufe. El pan tiene un valor absoluto (…). En cambio la radio, la cocina de gas, la calefacción central, el hornillo eléctrico, todos esos grandes regalos de la era moderna no son más que un lastre inútil en cuanto falla la central (…). Somos habitantes de las cavernas”. Nos hace reír de cosas como esta: “Él se acerca. Aproxima un sillón a la cama. ¿Qué quiere? ¿Iniciar otra conversación? ¿Jugar al manual de urbanidad, véase capítulo ‘Violaciones de señoritas enemigas'? Qué va. Resulta que quiere darse a conocer.” Pero a la vez puede ser compasiva: “volvió a cantar en voz baja, melódicamente. Me gusta escucharle. Es honrado, con una personalidad nítida, abierto. Pero es lejano y extranjero y muy poco hecho. Siendo como somos los occidentales, viejos y sabihondos…”. Lo maravilloso que tiene Una mujer en Berlín es que es un diario, y por eso nos da la sensación de que podríamos conocer a su autora un día cualquiera y hablar durante horas, relatarnos por turnos uno de nuestros días, interrumpiéndonos emocionadas, burlarnos o llorar. Sin lástima, sin sentimiento de culpa, sin vergüenza. Y aprender sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre las mujeres y las guerras, sin lecciones de historia, o de ética, o de género, desde la vida misma. O como dice Hans Magnus Enzensberger en la introducción: desde el subsuelo. |