Revista de Libros |
No. 8 Abril 2006 |
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Dejar leer a los niños Yolanda Reyes En casa de herrero, cuchara de palo. A la escritora, experta en el tema de la inicaición a la lectura, le tocó vivir en carne propia la angustia de tantos padres de familia: los adolescentes, cuando leen, no leen lo que les recomiendan sino lo que se encuentran por el camino. Que los hijos parecen venir al mundo con la tarea de hacer añicos nuestras convicciones más profundas es cosa bien sabida y así lo prueban las célebres frases hechas del tipo “en casa de herrero”. Conozco, por ejemplo, a una psicóloga especializada en trastornos de la alimentación que lloró a mares cuando a su hija le diagnosticaron anorexia. Otra amiga enfermera, especializada en primeros auxilios, estuvo a punto de desmayarse cuando su hijo se rajó la quijada y fue su marido abogado quien se encargó de las curaciones, ante el estupor de la madre que ni siquiera pudo recordar dónde guardaba la gasa. Otro amigo, experto en evaluación educativa, salió devastado de la entrega de informes de su inquieta niñita de transición, y hace poco un general de muchos soles contó que su único hijo milita en una ong internacional dedicada a luchar contra los juguetes bélicos. Así sucesivamente, los hijos se van encargando de poner signos de interrogación en aquellas “verdades de a puño” con las que solemos ganarnos la vida. La sabiduría popular y la experiencia cotidiana parecen solazarse en aquellas terribles paradojas de la relación entre padres e hijos, para afirmar que criar cuervos es más frecuente de lo que parece y para subrayar que, como decía Marroquín, “en más de una ocasión, sale lo que no se espera”. Yo, por ejemplo, me gano la vida recomendando cómo y qué leer con los niños para que se conviertan en buenos lectores, pero he tenido algunos tropiezos en mi carrera profesional, gracias a mi hijo, el menor. A pesar de haberse criado como “conejillo de indias” con los mejores libros desde su más temprana infancia, y a pesar de haberle leído puntualmente todas las noches, fue el único del curso que perdió lectura en kinder. Como si quisiera poner a prueba la premisa materna según la cual “la exposición a los libros incide en el aprendizaje de la lectoescritura”, él me enseñó que toda regla tiene sus excepciones. Estuve a punto de abjurar de mis conocimientos en el patio de un colegio y tuve que darle muchas vueltas al asunto para matizar aquella premisa inicial. Mi hijo se tomó su tiempo para aprender el truco de la alfabetización –es decir de cómo a cada fonema le correspondía un grafema– pero, en un acto de terquedad, yo decidí seguir leyéndole noche tras noche, cual fiel Scherezada, en vez de acatar las recomendaciones escolares que exigían ponerlo a practicar, sin ayuda, la lectura de combinaciones insulsas del tipo Susi pisó a mi oso . Fue un tiempo maravilloso, pero eso sólo puedo entenderlo ahora, con el paso de los años. En un acto de desobediencia pedagógica, compartí con mi perezoso lector los autores predilectos y le fui leyendo todo lo que cayó en nuestras manos. Disfrutamos, uno a uno, los libros de Roald Dahl; seguimos con Harry Potter –que a él le gustó más que a mí– hasta que una noche, para mi sorpresa, cuando me di por vencida ya con la garganta seca después de leerle el primer capítulo de El señor de los anillos , mi hijo me arrebató el libro y me expulsó de su cuarto. Había descubierto entonces, creo que estaba en tercero de primaria, que no dependía de mí para seguir la aventura a su ritmo. Saltándose todos los pasos y sin quemar las etapas lectoras que tanto he documentado, pasó de leer imágenes y de escuchar mis relatos a la obra completa de Tolkien y luego siguió con La materia oscura , una complejísima e inquietante trilogía de Philip Pullman. Para entonces, mis premisas eran menos contundentes. Me centraba en los “aspectos cualitativos” de leer junto a los niños y, basada en mi propia experiencia, arriesgaba otras hipótesis: que no importaba cuánto tiempo necesitaba un niño para lanzarse a leer por sí solo, que los ritmos de la alfabetización inicial eran impredecibles y variaban de un niño a otro, pero que había que seguir leyéndoles en voz alta todo el tiempo necesario, sin convertir la lectura en problema. Y que tarde o temprano ellos arrancaban solos, si se mantenía el deseo de leer buenas historias. La semilla de ese deseo –hoy lo sigo sosteniendo– estaba en ese ritual de encuentro alrededor de los libros que era crucial para que los hijos “aprendieran” junto a sus padres el placer de la experiencia literaria. Con el pasar del tiempo y las hojas, la premisa ha seguido variando. Mi hijo abandonó súbitamente su pasión por la literatura y se concentró en la historia. Devoró una enciclopedia de muchos tomos sobre las dos guerras mundiales y luego compró, con su mesada, una biografía de Hitler. Por eso, en quinto de primaria, me citaron al colegio para alertarme del hecho: el niño era excelente lector pero “sabía demasiado” sobre los nazis y citaba sus lecturas para crear controversia. Pensé entonces que el “cría cuervos” se me estaba devolviendo. Intenté ser coherente con las teorías que pregono sobre la libertad del lector, y aunque no me resultaba fácil alimentar la biblioteca de un experto en conflictos bélicos, tuve que dejar a un lado mi prurito pacifista para tratar de orientarlo o, al menos, para conversar con él. Me consolaba diciendo que sería el colmo prohibirle a mi propio hijo leer, después de trabajar tantos años promoviendo la lectura. (¿Tendría que abjurar de nuevo?) Como si eso fuera poco, la mamá de su mejor amigo me contó, muy agradecida, que su niño “por fin se estaba leyendo un libro”, gracias a la recomendación del mío. Los más malos de la historia era el título en cuestión, y la señora creía que era uno de esos libros que yo recomiendo en mis listas. No ocultó su decepción cuando le confesé que mi hijo lo había comprado con su plata en una feria del libro y que ya no obedecía mis cánones literarios. No sé si para mi tranquilidad, el muchacho dejó los libros y los reemplazó por juegos virtuales. Mientras se iba convirtiendo en un enorme adolescente le declaró, como era predecible, una guerra total a la lectura. Sus intereses bélicos pasaron por todas las versiones computarizadas de Age of Empires y otras batallas de ese estilo y se fueron complementando con una música incomprensible que arrancó en Mago de Oz y siguió con otros grupos de los que no puedo acordarme. Así, vestido de negro de los pies a la cabeza, llegó el fin del año pasado y salimos de vacaciones llevando a ese zombie mechudo –un absoluto desconocido de catorce años– en el asiento trasero del carro. Conectado a sus audífonos y sin apenas dirigirnos la palabra, sólo gruñó un par de veces su frase más recurrente: “¿qué vamos a comer hoy?”. El paseo era a una casa de campo en la mitad de la nada, a varios kilómetros de un pueblito boyacense donde según palabras textuales de mis hijos “no se habían inventado la rueda”. Ni televisión había, por no mencionar Internet, y en honor a la verdad, no teníamos absolutamente nada que hacer, salvo dormir, leer, pasear o contemplar el paisaje, lo cual era una maravilla para los padres y una completa tortura para un par de adolescentes. Enchufado a sus audífonos y enfatizando, si cabe, su cara de aburrimiento, el muchacho deambulaba como alma en pena por aquella casa prestada. Fue entonces cuando encontró, como quien descubre un tesoro, un anaquel cubierto con sábanas. Era una de esas bibliotecas de campo que se rellena al azar con libros que durante muchos años van olvidando sus dueños. Había colecciones completas, de esas compradas por metros: biblioteca de autores colombianos, clásicos de la literatura universal, fascículos por entregas de esto y lo otro –pesca, fotografía, cultivos hidropónicos– y, como es usual en tantas casas de campo, una colección completa de las obras de Daniel Samper Pizano. (Se me olvidaba decir que mi hijo, el no lector, devora, de cabo a rabo, el periódico.) No sé con cuál libro comenzó, pues no recuerdo en cuál de todas las recopilaciones sale un perfil que debió escribir Samper, hace más de veinte años, acerca de cómo reconocer a un arquitecto. Lo cierto es que los dos hijos se rieron a carcajadas al ver que, veinte años más tarde, su papá, que es arquitecto, cumplía con todos los requisitos del gremio, incluyendo el odio por la corbata, las botas de gamuza y la mención a Tito Livio. Y como para burlarse no hay quién le gane, el muchacho se identificó con Samper y siguió leyendo sus columnas, con casi veinte años de atraso. Comenzó con Dejémonos de vainas , Llévate esos payasos y Piedad con este pobre huérfano ; siguió con su recopilación de crónicas y reportajes y así, durante tres largos días, no volvió a levantar cabeza, salvo para decir su frase recurrente: “¿qué vamos a comer hoy?”, o para citar apartes –en son de burla, obviamente– de lo que iba leyendo. Enchufado a sus audífonos y a los libros de Samper, perdimos del todo al muchacho. Nunca quiso ir a pasear y tuvimos que prohibirle leer en la mesa a las horas de comida. También hubo que fijarle un tiempo límite para apagar la luz de su lámpara: era imposible tratar de dormirse en el cuarto de al lado con sus carcajadas espasmódicas. Y poco a poco, entre chiste y chanza, fue saliendo de su mutismo con el fin de llenar algunas lagunas históricas, indispensables para seguir la lectura de su autor de cabecera: que quién era Goyeneche y a quién llamaban La Nena , que cómo se habían robado la espada de Bolívar y por qué Samper se burlaba del corbatín de Turbay… Pasamos tres días deliciosos, tejiendo entre líneas memorias del “oh, qué tiempos aquellos”. Para el hijo eran historia patria y para los memoriosos padres –por fin gente interesante– eran la vida real. Tal vez gracias a esos libros él tuvo la revelación de que sus papás, antes de ser simplemente padres, habían sido “gente” y habían tenido una vida propia. Después de acabar, uno a uno, los títulos de Samper, el muchacho era experto en Colombia y también pontificaba con enorme propiedad sobre temas tan diversos como la guerra del Golfo Pérsico, el problema del petróleo, el papá de George Bush y otras noticias de actualidad nacional y extranjera, con algunos años de atraso. Y como ya no quería parar de leer, saltó, vaya uno a saber por qué, a la versión completa de Drácula , hallada en la colección de clásicos de la literatura universal. Su lectura coincidió con esos días de año nuevo en los que el clima cambió y entró una nube de invierno. Y mientras el viento golpeaba los ventanales de la casa y los relámpagos anunciaban noche de lluvia y tormenta, mi hijo, el valiente, se sentaba en la poltrona de al lado, a una prudente distancia nuestra, para devorarse a Drácula . “¿No será que tienes miedo?”, le pregunté una de esas noches, y me contestó, furioso, que cómo le iba a dar miedo “esa cosa”. Lo terminó justo a tiempo la última noche en el campo y volvió al apartamento, con “síndrome de abstinencia”, directo al computador. No se ha movido de ahí ni ha vuelto a tocar un libro –salvo los que “toca leer para el colegio”, según sus propias palabras– y ya pasó más de un mes. La verdad es que no sé ni me importa cuánto tiempo transcurra hasta su próximo libro: mi hijo es lector compulsivo aunque lo niegue más veces de las que Pedro negó a Jesús. El domingo, por ejemplo, fue a casa de los abuelos y, para ponerle algún tema, su abuelo le preguntó si había vuelto a leer algo. Él contestó de inmediato con un monosilábico “no”. ¿Ya no te gusta leer?, volvió a insistir el abuelo, y el muchacho repitió aun más enfático la simple palabra “no”. Por no decepcionar a mi padre –en casa de herrero, ya saben– le conté que mi hijo había leído Drácula en las vacaciones y omití los libros de Samper, ante la cara de “no seas sapa” que estaba haciendo el muchacho. El abuelo le dijo que, después de Drácula , podía seguir con otro clásico: tal vez algo de Stevenson o de Chesterton, y de ahí saltó al Quijote que él descubrió “así, de muchacho: a tu edad”. Les aconsejó a mis hijos que leyeran el Quijote, pero sin tomarlo en serio, porque el Quijote era un libro para morirse de risa. Entonces mi hija, que ya es más civilizada, empezó a recordar el episodio de la venta. Y mientras nieta y abuelo se reían a carcajadas, mi hijo, todo de negro, con su cara inescrutable, parecía “pasar de todo”. Pero, en su vida secreta, supe que entendía entre líneas lo que evocaba el abuelo: la experiencia inolvidable de encontrarnos con un libro. Tal vez ahora, cuando ya no quiere consejos, le quedan los sedimentos de la experiencia lectora: saber en qué andaba el mundo antes de nacer nosotros, reírnos a carcajadas o temblar a media noche, haciéndonos los valientes... En esa conversación, en casa de los abuelos, se me vino a la cabeza una frase de mi papá: “lee todo lo que te caiga en las manos”. Yo tenía catorce años –la misma edad de mi hijo– y leía a Corín Tellado y escondía bajo las sábanas un ejemplar de Buenos días tristeza de la Sagan que me había prestado una amiga. “Lee de todo, sin filtro: lee lo que te guste, que así te irás formando un criterio”. En eso –y no en los permisos ni en las horas de las fiestas– mi padre era de avanzada. Me dejaba ir a donde me diera la gana: a donde me llevaran mis lecturas y confiaba en mi criterio, aunque no le diera demasiados motivos… Y sí: poco a poco, mezclando ensayo y error, y sin descontar la ayuda de otras voces más expertas, me han ido cayendo en las manos los libros indispensables. ¿Que cuáles son esos libros? Van cambiando con el tiempo. ¿Cómo puedo yo saber cuáles son los de los otros? Depende de muchas cosas: de un anaquel cubierto con sábanas, del grado de aburrimiento, de una noche de tormenta, de un amigo, de algún novio, de un acto de rebeldía, del azar o de las dudas… ¿Quién puede acaso saber cuál será ese libro que hará revivir a un muchacho, cuando quizá tenga nietos, esa experiencia maravillosa del encuentro con un libro? Conversaciones de vida: los ojos chispeantes de mi hija y del abuelo, saltando generaciones, para reunirse –y reírse y encontrarse momentáneamente– en un episodio del Quijote. Las carcajadas de mi hijo, salvado del tedio, en la mitad de la nada, por los libros de Samper. Es eso, es un gesto. Cuando todas las teorías y todos los títulos y todas las recomendaciones empiezan a borrarse, queda tal vez ese gesto que algunos lectores han asociado con “una forma de felicidad”. Esas largas vacaciones: refugiados, o valdría mejor decir salvados, en las páginas de un libro. |