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Huesos en el desierto
Sergio González Rodríguez
(335 páginas, Anagrama)
Por Juan Álvarez
El libro del periodista y escritor mexicano sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez es fulminante. No bastan los primeros dos párrafos del prefacio para descubrirlo, pero sí, digamos, para comenzar a sospecharlo. El primero de los datos, y la manera en que el autor lo registra, levanta con sutileza el telón del terror, un terror que en principio parece privativo de aquella región del continente americano, pero que, con un mínimo de suspicacia, entendemos en toda su dimensión: se trata de una odiosa punta de lanza de las contradicciones sociales de nuestra América Latina. En el territorio mexicano, nos dice González, “por cada nueve hombres víctimas de asesinato doloso se mata a una mujer; en Ciudad Juárez, Chihuahua, en la frontera norte con Estados Unidos, la proporción aumenta a cuatro asesinadas”. Estas mujeres, casi sin excepción, son jovencitas de entre 10 y 35 años. Pero sobre todo son mujeres trabajadoras de escasos recursos.
En el abismo de estos números enteros y de estas frases cortas, se erigen, sin embargo, las dos caras de la tesis central que el libro construye: 1. El fenómeno criminal que desde hace más de trece años se cierne sobre Ciudad Juárez y en general sobre el estado de Chihuahua, tiene los rasgos de una epidemia social de cariz misógino: a las mujeres se las está violando y asesinando porque, culturalmente, la sociedad patriarcal las ha construido como valor de cambio. 2. La responsabilidad del Estado mexicano es insalvable. Y no sólo por omisión. Las pruebas son claras y contundentes. Negligencia y cohecho policial; procuradurías y fiscalías especiales que sólo se han concentrado en dos o tres chivos expiatorios; confesiones adquiridas a punta de torturas; negación a los inculpados de los mínimos protocolos internacionales; declaraciones a los medios masivos de comunicación, por parte de los diferentes gobernadores del estado que han desfilado desde 1992, en contra de la honra y la dignidad de las víctimas y sus familias.
La construcción de esta lectura sobre los feminicidios seriales que padece la ciudad fronteriza está hecha con datos precisos y reflexiones responsables. Si algo se destaca en la extensa crónica de González es el apoyo que el periodista estuvo dispuesto a buscar en las investigaciones de otras disciplinas. Las voces de sociólogos e historiadores que han venido trabajando en el tema retumban con fuerza en sus páginas. Detrás de los asesinatos se amalgaman más fuerzas que las de un simple violador en serie. Si estos crímenes resultan espeluznantes, aquello se debe, justamente, a que no se ajustan a los moldes de la criminología convencional. No es la obra de un hombre. No es la obra de una pandilla. Es la obra de una amalgama de fuerzas dentro de las cuales, al menos, hay que destacar dos más: el narcotráfico y la industria maquiladora.
Pero el libro no es sólo disciplinado y respetuoso de la complejidad del fenómeno. Lo es también de las víctimas, de sus familiares y de los activistas civiles, quienes han denunciado e incomodado con resistencia y valentía al Estado mexicano, varias veces, incluso, a costa de su propia vida.
En medio, pues, de una prensa plagada de morbo y sensacionalismo, el último capítulo y el epílogo personal despuntan con serena calidad. En el primero, el autor lista, con fecha de levantamiento, edad aproximada, nombres, apellidos y circunstancias en que fueron halladas, una a una las mujeres asesinadas. Nada más y nada menos que el recurso estructural que utilizara Roberto Bolaño en la cuarta parte de su monumental 2666. En el epílogo, tras la reconstrucción personal de las agresiones y las amenazas sufridas luego de sus reportajes sobre estos asesinatos, reportajes que iniciara en 1996, el autor juega su última carta: una sosegada defensa de la memoria. “Por ahora, solo recuerda, aunque en estos tiempos parezca excesivo y hasta impropio recordar. […] Contra la nada, perdurará el destino. O la memoria”.
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