Revista de Libros |
No. 4 Agosto 2005 |
Paul Ricoeur: un pensador postotalitario ¿Qué justifica decir que la obra de Paul Ricoeur es una de las más originales que nos dejó el siglo XX? No propuso un sistema teórico propio en los tiempos en los que se era sartreano o althusseriano o foucaultiano, y la filosofía francesa protagonizaba los debates mundiales. Tuvo diálogos críticos e inteligentes con Claude Lévi-Strauss cuando el estructuralismo amanecía, y el autor de El pensamiento salvaje le dio un reconocimiento alto y sostenido, raro hacia los que discreparon con su obra. Supo percibir desde los años sesenta que casi todas las investigaciones filosóficas y científicas se iban centrando en el lenguaje: no conozco una obra tan consistente que haya visto los nudos problemáticos de este campo dialogando a la vez con Husserl, Heidegger y Wittgenstein, con Austin, Piaget y Chomsky, con estudios antropológicos sobre el mito y las culturas arcaicas, con diversas corrientes del psicoanálisis y la psicolinguística. Los tres tomos de Tiempo y narración culminaron sus estudios ya magistrales sobre El conflicto de las interpretaciones y La metáfora viva : una impresionante indagación comparativa de cómo narran los historiadores, la ficción de los trágicos griegos y de la novela contemporánea, los mitos bíblicos, las utopías y la conversación ordinaria. Un filósofo sin carrera mediática Todo esto y mucho más, cuya sola enumeración agobiaría una nota periodística, lo convirtió en uno de los filósofos del mundo más citados y estudiados. Pocos diarios latinoamericanos anunciaron su muerte el viernes 20 de mayo, o lo hicieron varios días después, con comentarios convencionales que se detuvieron en el pensador de formación protestante y personalista, que sufrió en un campo de concentración nazi, criticó el autoritarismo soviético y el neoliberalismo. Los diarios franceses, en la búsqueda difícil de anécdotas espectacularizables de su vida, evocaron ampliamente que en 1967 participó en la creación de la Universidad de Paris X, en Nanterre, y dijo un año antes de mayo del 68 que había que “instaurar relaciones menos anónimas entre profesores y alumnos, según la idea antigua de una comunidad de maestros y discípulos”. No encuentro ninguna nota que recuerde el momento posterior a la insurgencia del 68, cuando los puentes entre estudiantes y profesores estaban quebrados, y Ricoeur surgió como única figura en la que todos coincidieron para que fuese decano de la Facultad de Letras. Los diarios sólo evocan que en 1970, en medio de los tumultos entre fracciones hiperpolitizadas, en un pasillo de Nanterre un grupo de alumnos le puso por sombrero un bote de basura. Me acuerdo de las conversaciones con otros estudiantes del curso de Ricoeur, en aquel año, acerca de las dificultades de ser un decano independiente, sin un movimiento político detrás, cuando se desdibujan las tareas académicas de la universidad. Años después, en el libro-entrevista con François Azavi y Marc de Laumay, él explicaba que su fracaso se debía a haber intentado reconstruir la relación jerárquica entre docentes y estudiantes a partir de vínculos horizontales: “articular una relación asimétrica y una relación de reciprocidad es el laberinto de la política democrática”. Ni Hans-George Gadamer, ni Gianni Vattimo, que compartieron su énfasis en la hermenéutica, han perseguido con tal afán enciclopédico desafiar las certezas interpretativas del sujeto confrontándolas con tantas desconstrucciones contemporáneas. Su mirada atenta al pensamiento en muchas lenguas, combinando el rigor filosófico con tomas de posición lúcidas sobre las guerras y los derechos humanos, y buscando evitar todo el tiempo los riesgos del eclecticismo, del voluntarismo (y por supuesto del populismo mediático), sólo me parece comparable con la trayectoria de Jürgen Habermas. Seguirán vivas mucho tiempo las páginas en que supo valorar conjuntamente las críticas de los “maestros de la sospecha”, Marx, Nietzche y Freud, para demostrar que el sujeto y la conciencia no existen a priori; son tareas, trabajos, procesos de construcción practicados en condiciones sociales estructuradas. Heredero de la tradición husserliana, habiendo profundizado esa reflexión fenomenológica sobre el lenguaje como hecho expresivo, aceptó el desafío de trasladar la significación a un área en la que no se permite explicarla con la intencionalidad de un sujeto a priori, donde el lenguaje es visto como una entidad autónoma de dependencias internas. En una audaz combinación de la lingüística chomskiana y de la filosofía anglosajona del lenguaje, Ricoeur revalidó el aspecto creador de los sujetos hablantes. Al entender el lenguaje como producción más que como producto, operación estructurante en vez de inventario estructurado, sobre todo en el nivel semántico, demostró que el habla funciona como intercambiador entre el sistema y el acto, la estructura y el acontecimiento. La frase, por ejemplo, es un acontecimiento, con una actualidad transitoria, evanescente, pero el habla sobrevive a la frase: como entidad desplazable, se mantiene disponible para nuevos usos y, al retornar al sistema, le da una historia. Un fenómeno semejante ocurre con la polisemia, incomprensible si no introducimos esta dialéctica del signo y de su uso, si no tomamos en cuenta la historia del uso, el carácter acumulativo que adquiere la palabra al enriquecerse con nuevas dimensiones de sentido; este proceso acumulativo, metafórico, se proyecta sobre el sistema transformándolo. Los estudios menos escolásticos sobre el lenguaje reconocen las contribuciones de Ricoeur para deslindar la función semiológica de la semántica, retomar en un sentido no psicologizante las nociones de intencionalidad y expresión, repensar las convergencias e incompatibilidades entre las ciencias y filosofías del lenguaje. Sin embargo, sus esfuerzos se concentraron en el área sintáctica y semántica. Si bien al redefinir la estructura como “dinamismo reglado” la vuelve capaz de dar cuenta de cómo los sujetos participan en la producción de los acontecimientos y de formas inéditas, y no sólo en la regularidad del discurso, las consecuencias más revolucionarias de estudiar el lenguaje en términos de producción y generación se hallan en el campo de la pragmática. En cierto modo, Ricoeur se planteó superar la oscilación entre el “sujeto ensalzado” de Descartes y el “sujeto humillado” de Nietzche en la teoría de la acción de sus últimas obras. Pese a que esta elaboración, sobre todo en Sí mismo como otro , tiene el interés de reunir las certezas de los sujetos con “la verificación de los saberes objetivos” y con la mediación de la alteridad, subsume la “atestación” científica en el momento reflexivo, e incluso en la creencia religiosa. La intermediación como escena democrática Cuando terminé de estudiar filosofía en Argentina, y suponía que todo se jugaba en hallar articulaciones entre fenomenología, estructuralismo y marxismo, elegí la obra de Maurice Merleau Ponty, y a Paul Ricoeur como director de tesis, para tratar de repensar esas intersecciones. Me deslumbró su lucidez transdisciplinaria para comprender los nexos escondidos o las razones por las cuales había cortocircuitos entre las ciencias. También su reflexión política, que replanteaba los dilemas fronterizos con la ética, así como los del pensamiento europeo con los de regiones lejanas, y me implicaba en tareas tan difíciles como la tesis, por ejemplo responder a sus preguntas sobre el peronismo, bien informadas sobre los conflictos internos de ese movimiento tan heteróclito y errático. Para colmo, algunas sesiones de asesoría las daba a las siete de la mañana, antes de comenzar su trabajo como decano en Nanterre y de que lo entrevistaran los periodistas, o a las 8 de la noche, en su casa. La filosofía encontraba su lugar, antes y después de la vida pública, para elaborar las preguntas que surgen de los dramas relatados en los diarios: después del holocausto, de Argelia, de Bosnia ¿cómo definir una política de la memoria capaz de guardar el recuerdo de los crímenes y hacer lugar al perdón o a cierta forma de convivencia, qué tipo de memoria y olvido necesitamos para no borrar lo sucedido? No es extraño que sus textos de los últimos años sobre estos temas aparezcan citados con frecuencia en estudios de Argentina, Chile y otros países que sufrieron dictaduras cuando se analiza qué hacer con los culpables del terror. Subestimado por el mainstream del pensamiento francés (el lacanismo rechazó su libro sobre Freud y los derridianos el que dedicó a la metáfora), Ricoeur ha tenido más repercusión en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, donde enseñó durante los inviernos varias décadas, así como en Alemania, España y otros países, según lo demuestran sus traducciones a más de treinta lenguas. Las reflexiones que dejó sobre su experiencia en las universidades norteamericanas muestran que su desconfianza hacia los sistemas omnicomprensivos se prolongó en la crítica a quienes creían que hacer política consistía en deslizarse por “fenómenos paroxísticos de pertenencia etnocultural”. En vez de “la ideología de la diferencia”, que arruina “el espíritu crítico basado en compartir las mismas reglas y en participar en comunidades de argumentación”, en vez de “la political correctness que tiende hacia una especie de maccarthysmo invertido”, proponía recomponer la política valorizando “las instancias intermedias” donde podemos reconocer a los otros. “El término reconocimiento me parece mucho más importante que el de identidad” … “En la noción de identidad, hay sólo la idea de lo mismo, mientras que el reconocimiento es un concepto que integra directamente la alteridad, que permite una dialéctica de lo mismo y lo otro. La reivindicación de la identidad tiene siempre alguna cosa de violenta respecto del otro. Al contrario, la búsqueda del reconocimiento implica la reciprocidad”. La facilidad para leer a Ricoeur sin la exigencia de adherir a un sistema hace posible recurrir a él para seguir pensando dilemas limítrofes de casi todas las ciencias humanas y de las prácticas políticas enfrentadas. En este tiempo de desprestigio de los saberes absolutos, su elaboración de “mediaciones imperfectas” entre disciplinas, de una “dialéctica inacabada” entre la doxa y la episteme, entre “la sensación fugitiva y contingente, y la ciencia estable y necesaria”, puede nutrir la paciencia de quienes desean pensar y actuar sin descuidar ninguna de las dos tareas. |