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Revista de Libros
No. 4  l  Agosto 2005


Casa de las estrellas
Javier Naranjo
(73 páginas, Alfaguara)

Por Cristina Puerta

Don Ramón Gómez de la Serna, quien se devanó los sesos para ingeniar sus greguerías, estaría felizmente sorprendido de encontrarse con este libro, que es, antes que nada, de ingenio y disparate. Casa de las estrellas es un diccionario de definiciones que varios niños de primaria le dieron a Javier Naranjo a lo largo de los años. Contra la natural obsesión de abarcar el universo que inspira a los diccionarios, este sólo ofrece unas pocas palabras por cada letra y ni siquiera llega hasta la consabida zeta, porque entre sus intenciones nunca estuvo la de ser total.

El compilador quiere que el lector entre al libro como a un juego. Que deambule por las páginas como si fueran un tablero de palabras y que salte libremente de unas a otras, lo mismo que se hace con los libros que son de estricta referencia. Pero tiene la intención de que el lector se concentre en la idea de la palabra como artificio y que piense en los niños como unos usuarios del lenguaje más espontáneos y, acaso, más indiferentes. Por esto mismo, Javier Naranjo dejó intactas las palabras y las voces de los niños, y sólo se atrevió a verificar la puntuación y la ortografía. Quedan entonces las percepciones insólitas (que para los adultos pueden ser, a simple vista, errores); las ocurrencias, los recodos indescifrables de la imaginación infantil; definiciones que no lo parecen y, en últimas, un conocimiento nuevo que se burla de lo que ya se sabe. Inevitable ofrecer algunas:

Espacio: Es como dejando diez renglones (Alex Gustavo Palomeque, 7 años).

Iglesia: Donde uno va a perdonar a Dios (Natalia Bueno, 5 años).

Palabra: Es donde se ocultan las palomas (Jhonny Alexander Arias, 8 años).

Sueño: Con mi mamá mucho (Weimar Román, 7 años).

Universo: Un universo es un concurso para las reinas (Walter de Jesús Arias, 10 años).

Para el lector todo empieza como un juego, como lo quiere Javier Naranjo. Pero cuando se vuelve compulsivo seguir buscando en el libro definiciones alocadas y graciosas, uno comienza a entrever al mismo tiempo cómo son esos niños, cómo piensan, qué tipo de vida llevan. Los niños que han ofrecido estas definiciones no son poetas puros que juegan con el lenguaje de una manera más libre. Son, a todas luces, el resultado de los dichos y comentarios de sus familiares, de las imágenes de la casa y del colegio (definido como “Casa llena de mesas y sillas aburridas”), de las sensaciones ante su vida corriente y cotidiana, de la religión y la violencia:

Desplazado: Es cuando lo sacan del país para la calle (Óscar Darío Ríos, 11 años).

Dios: Es una persona que le clavan clavos. Es joven (Sebastián Uribe, 5 años).

Guerrilla: Es un montón de policías (Blanca Nidia Loaiza, 11 años).

Misterio: Cuando mi mamá se fue y no me dijo adonde (Gloria María Hidalgo, 10 años).

Soledad: Eso que le da a la mamá (Jorge Andrés Sáenz, 6 años).

Violencia: Uno coge una muchacha y hace el amor (Javier Ignacio Ramírez, 6 años).

Que no se piense, sin embargo, que este es un libro para emprender análisis socioculturales, ni tampoco para enternecerse hasta las lágrimas. Este diccionario no es ningún espejo de la realidad porque, como los niños, se escapa de la intencionalidad, de las definiciones estrictas y satisfechas de sí mismas y de la vocación de retratar un mundo cierto. Quienes escriben estas definiciones también son niños corrientes a los que los obsesiona el sexo, con o sin prejuicios (“Amor: Cuando uno hace el amor y se besa, se le pudren los dientes”; “Novio: Cosa con la que se hace el amor”); niños para los que el ser humano es algo muy claro, pero de otra manera (“Adulto: niño que ha crecido mucho”; “Mujer: Un muchacho con mucho pelo”); y, por fin, niños que sorprenden a cualquiera por su extraña capacidad de síntesis y por la obviedad con la que suelen definir:

Cariño: Amarrar a las personas (Valentina Nates, 9 años).

Dinero: Es el fruto del trabajo, pero hay casos especiales (Pepino Nates, 11 años).

Dios: Es todo, es con barba, tiene una bata y chanclas. Tiene una corona en la cabeza (Miguel Ángel Múnera, 6 años).

Pesadilla: Comer mucho y acostarse (Weimar Román, 7 años).

Sol: El que seca la ropa (Diego Alejandro Giraldo, 8 años).

Como tantos libros que parecen infantiles por su formato y colorido, este es para todas las edades. Javier Naranjo tuvo la buena idea de ofrecer un fantástico diccionario para los lectores que quieren divertirse con lo que a ellos ya no se les ocurre. Y, sin duda, para aquellos que no pueden tomarse tan en serio eso de que las palabras son para definir las cosas, ni mucho menos que los adultos son serios y lo comprenden todo, mientras que los niños son ligeros y no saben lo que dicen.

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