| Inicio | Contenido | Contáctenos | Información sobre suscripciones | Paute en piedepágina 
Revista de Libros
No. 3 Abril 2005


Montaje y fotos: Rodrigo Orrantia y Alejandro Martín
  

 

    

Haber escrito Todo en otra parte
Por Carolina Sanín Paz

En la novela de Carolina Sanín la vida de los personajes es solamente una serie de chismes. Ella no quería representar nada, sólo crear un mundo jugando con las formas del lenguaje. Todo lo que le sucedió después de publicar el libro le demostró que no estaba tan lejos de la realidad.

Yo sabía que no iba a hacer una novela de verdad, sino sólo una de mentiras. Que en vano intentaría vencer el escrúpulo que me producía el prospecto de inventar personajes con contorno y relleno, que encarnaran ideas, dilemas, acentos y actitudes. Escribir una historia realista –sobre la humanidad en el tiempo, las reflexiones de las mentes y las influencias de unos cuerpos sobre otros– superaba mi necesidad y me parecía un empeño tan poco realista como el de ponerme a hacer un perro. Sabía que si quería hacer un libro, el proceder más acorde con mi intuición consistiría en escribir sobre las hormas de esos personajes y sobre sus fantasmas; en escribir con materiales que se alejaran de la solemnidad de la representación, aunque su destino aparente terminara siendo el de integrar un paisaje barroco de la insignificancia, irónico hasta correr el riesgo de reivindicar el ridículo.

No me impondría el desafío de crear un organismo, sino la tarea más dócil de inventar una máquina. Animaría una estructura y escogería una serie de operaciones que pudieran tener lugar dentro de ella, para que a través de ella corriera el tiempo. De afuera hacia adentro, el primer resultado sería el registro de una experiencia literaria, el conjunto de los rastros de la técnica que yo hubiera empleado para mantenerme fiel a cierto realismo radical del pensamiento, de mi pensamiento. Aspiraba a contarme una historia que nadie más iba a contarme: la historia de mi mirada como había elegido inventarla por escrito, y no como se la habría explicado a otro para distraerlo. Tenía la intención de decir sólo aquello que no pudiera decir hablando; de contar sólo lo que no sabía cómo contar.

Quise construir el libro desde la periferia de un lenguaje literario, desde la posición de quien investiga la sintaxis escurridiza de sus monólogos más pobres. Lo imaginé como una fábrica de enredos con un paisaje de fondo. El paisaje era yo, y los parlamentos que la fábrica producía constituían el corazón de ese paisaje que la limitaba. Alguien me ha dicho que Todo en otra parte es un texto artificial. Y aún sintético, como de plástico, hecho con moldes, repetido. Supongo que la fábrica produce una y otra vez sus productos con mínimas alteraciones, y sólo el paisaje se transforma. Se puede decir que en el libro no pasa nada, que su cuento es como una cuenta: uno sólo puede recontarlo si vuelve a repetirlo palabra por palabra. Y cada una de las acciones que tienen lugar en él sólo se realiza para convertirse en la siguiente. Todo lo que se dice en la historia se dice para que se diga otra cosa, para ser otra cosa.

De acuerdo con esto, yo también hice el libro para saber qué iba a pasar mientras lo escribía, y cuando lo terminara, y cuando lo publicara; para que con él me viniera de otra parte algo distinto de él. Cuanto me pasó mientras lo componía pasó en la imaginación y conformó la historia que en él se contiene. Lo demás sucedía en el mundo, mientras descansaba, y sigue sucediendo ahora, cuando la fabricación ya ha quedado atrás. No son, por cierto, anécdotas menos triviales que las que describe el texto publicado, y entre ellas están las siguientes:

El argumento del primer borrador de Todo en otra parte trataba de una mujer que se llamaba Carlota y que, después de dejar a su amante, que se llamaba Julio, decidía meterse en su apartamento cada dos meses a robar algo. Al día siguiente de cada robo, Carlota volvía a irrumpir en el apartamento de Julio para dejar un regalo. Cuando yo imaginaba el escenario de los robos, veía el apartamento de Herschel Farbman, con quien había tenido una larga relación que había terminado un año atrás. El apartamento quedaba en París, y en la vida real fui a alojarme en él durante unos días, poco después de terminar el primer borrador de la novela. Al día siguiente de haber llegado, entraron por la ventana unos ladrones verdaderos y se robaron el computador portátil de mi amigo y el mío (con una copia del texto adentro). Dos años más tarde le dediqué a Herschel el libro, y descubro que, en alguna parte, la dedicatoria lo compensa por el robo del computador como los regalos de Carlota compensaban al Julio de ficción.

Poco después de mi regreso de París, a mis vecinos de piso en Barcelona, que no sabían que yo estuviera escribiendo un personaje, les nació una niña a la que llamaron Carlota. “Como tú, mira qué casualidad”, me dijo en el ascensor el padre, que nunca había leído en el buzón del vestíbulo más allá de la tercera letra del nombre “Carolina”. Un jueves, cuando la Carlota vecina ya tenía dos dientes y los vecinos conocían mi nombre, vino de visita una amiga que vivía en el campo y que también ignoraba que yo escribiera. Me traía un cachorro de regalo. Dijo que se llamaba Julio y que tenía seis meses. En la primera visita al veterinario descubrí que el perro tenía un año y medio, y poco después me quedó claro que me quería tan poco como a Carlota el Julio del cuento: cuando lo sacaba a pasear, no sacaba el rabo de entre las piernas y mantenía las orejas echadas hacia atrás. Una noche llegué tarde, y encontré todos mis zapatos destrozados a mordiscos. Julio los había sacado uno por uno del armario y los había transportado a través del corredor. Los ordenó sobre el sofá de la sala, por pares, aunque no pudo hacer coincidir cada zapato con su pareja correcta.

Devolví a Julio al campo, compré zapatos nuevos y terminé los primeros cuatro capítulos de la novela. Tenía varios kilos de papeles llenos de correcciones, de diagramas y de mapas, y tres cuadernos de notas que luego emparejaba en la historia como los zapatos mordisqueados que el perro había arrastrado por el corredor. Escribía una versión en el computador, la imprimía, le hacía correcciones, la volvía a imprimir, volvía a corregirla. Tenía que rescribir a mano cada frase que había escrito en la pantalla. Trabajaba de noche, y luego, en la duermevela, seguía levantándome para apuntar frases que me venían a la mente. Al contarlo siento un pudor inesperado.

La escritura del quinto capítulo fue más o menos como la de los precedentes: partí de un borrador extenso que había escrito meses atrás, e intenté depurarlo. Quedó un pasaje largo, con varias escenas, con más complicación que los anteriores. El lector que no haya desfallecido en las primeras páginas tiene suficientes oportunidades de exasperarse en esta parte. El sexto, en cambio, es el capítulo del descanso: los personajes de la historia se convierten a una fábula bucólica, y al escribir yo misma sentía que me había ido de excursión. Me gusta imaginarlo como una especie de recreo para quien haya tenido la resistencia de acompañarme hasta allí.

En el capítulo 7 el libro se vuelve otro y es narrado en otro tono. Carlota se dispone a volver al cine donde en otro tiempo había trabajado como subtituladora, pero en realidad entra en el teatro Dubrovka, en Moscú, y cae presa de los terroristas chechenos en la toma que tuvo lugar en octubre de 2003. El “ejercicio literario” pasa a ser un ejercicio de traducción del terror. Luego viene el capítulo 8, donde el libro se fuerza nuevamente a ser distinto de sí mismo, una especie de parodia de cuanto se negó a ser. Pero prefiero seguir contando la historia que tenía lugar en el paisaje, y no resumir las jornadas de la fábrica.

El pasado otoño entregué el texto a unos cuantos amigos. Hablé con Herschel durante horas, a larga distancia, acerca de significados: de la función de los chistes, de la implicación psicoanalítica del personaje de Flora, de la vida de los chismes en las sociedades postcoloniales, de las piscinas. Corregí las expresiones que mi amigo Julián encontró demasiado rebuscadas, y me negué a eliminar a los chechenos que tanta frustración le producían. Cambié dos o tres palabras que Pacho Barrios quiso que cambiara, y agradecí los auspicios de Sergio y el entusiasmo de mi amiga Cheryl, que empezó a soñar con los parques del libro pero en inglés. Con Álvaro Robledo nos propusimos aprender ruso con el método “Apréndalo Usted Mismo” y no pasamos de la primera lección. Traté de convencer a mi editor de la conveniencia del título que yo había elegido, busqué en Internet fotos del quijotesco perro de Giacometti, que finalmente cedió ante el de Goya en la portada, y en la vida real –o en la prensa– los chechenos se tomaron la escuela de Baslán.

Cada vez que Carlota le hace un robo y le da un regalo a Julio, emprende un viaje al extranjero. Dos meses después regresa a su ciudad, y está allí dos días para volverse a ir en avión hacia un destino más lejano y más oriental que el anterior. Yo soy poco viajera en general, pero en los seis meses que siguieron a la culminación del libro, por diversos motivos tuve que hacer cinco viajes al extranjero. El pasado noviembre, en un avión a Amsterdam, junto a mí viajaba una madre con un niño de unos cinco años que parecía estar medio loco, o al menos ser tan obsesivo como los personajes de la novela. Hablaba en francés y quería traducir todo en términos de multitud y tiempo. Cuando la azafata le trajo la comida, levantó el papel de aluminio que cubría el pollo o lo que fuera, y le preguntó a su madre: “¿Y esto es como cuántas personas? ¿Y como cuántos minutos?” Lo mismo preguntaba cada vez que el piloto hacía un anuncio. Y lo volvió a preguntar al tiempo que señalaba la cara de una niña que él mismo acababa de dibujar en un papel. La madre no le contestó una sola vez, ni levantó durante el viaje la vista de su revista Elle .

Mientras el libro estaba en la imprenta, fui a Nueva York para una entrevista de trabajo, regresé a Barcelona, y dos días después, como Carlota, volví a tomar un avión. Iba a Colombia a pasar un mes de vacaciones y a presentar la novela. Misteriosamente no había adivinado que lo que me iba a pasar después de escribir el libro era, simplemente, que él iba a existir.

Al verme estampada en la prensa, con una foto de media sonrisa y diciendo palabras que no recordaba exactamente, supe que, a pesar de tanto escrúpulo, sí había escrito una obra realista. Que en la vida real existía Los Mundos , el conjunto de medios de comunicación que en la novela compone un texto complementario al recuento de las aventuras de los protagonistas. Que la fábrica seguía fabricándome, aunque la imagen del paisaje se hubiera impuesto sobre su actividad. El paisaje no era otro que la imagen de mi rostro. El comentario más frecuente que oí sobre el libro durante la primera semana fue: “Saliste bonita en la prensa”. Y no me quejo. Peor habría sido salir fea.

Después vinieron las opiniones sobre lo que había hecho. Una lectora me llamó por teléfono para agradecerme por haber escrito un libro “que antes no se había escrito” y para quejarse por la tomadura de pelo que para ella había supuesto el capítulo final: “Parece un remate de dibujos animados”. Alguien advirtió mi afición a Robbe-Grillet, pero no el pasaje en el que repito, casi palabra por palabra, un párrafo de Anna Karenina . Otra lectora se quejó de que yo hubiera escrito un libro “difícil y no hubiera querido llegar al corazón del público”, pero fue la única que notó la errata que introduje intencionalmente en las últimas páginas, en donde en lugar de Los Mundos se lee Los Mudos . Un estudiante tenía el proyecto de analizar la novela en términos de la “Composición 8” de Kandinsky. Otro me dijo que al leer el libro se sentía jugando a la casa de muñecas. Nadie me habló del largo capítulo de la toma terrorista, que resuelve la trama de la historia y complica las ecuaciones de su propuesta. Será que nadie aguantó hasta la página 190. Pero un día me subí en un taxi y el taxista, que conducía como un poseso, me dijo “La idea es llevarla rápido para que descanse”. Me dije que aludía al capítulo que digo.

De repente, todos hablábamos como se hablaba en Todo en otra parte . En ArteLetra, una de las pocas librerías de Bogotá en que les quitan el precinto plástico a los libros, Manuel Hernández cogió un ejemplar y leyó que un bromista desfasado había escrito, a lápiz, en la última página: “Compre trece copias de este libro y regáleselas a 13 mujeres distintas. Si lo hace, al día 14 recibirá una respuesta afirmativa. Si no lo hace, la mujer de la que está enamorado se afeará en muchos sentidos.” Debajo, escribió Manuel: “¿Qué tan distintas deben ser las 13 mujeres a las que debo regalarle el libro?”

Por las noches, después de las actividades de promoción y las conversaciones, volvía a la casa de mi madre a traducir un manual de crochet que debía enviar con urgencia a una editorial española. Pasaba horas escribiendo frases como: “3cads (cuentan como 1tp), 1tp en cada una de las siguientes 2 ptds, 3tps en el siguiente esp de 2cads, 4cads, 3tps en el siguiente esp de 2cads”, preguntándome cómo sería la rutina laboral de una diseñadora de patrones de crochet, y si las viejecitas españolas que compraran mi versión tardarían más deshaciendo los nudos provocados por mis errores dactilográficos que lo que yo tardaba en traducir instrucciones de un lenguaje desconocido. Y de tanto estar distraída, acabé por ver un fantasma.

La primera vez lo vi pasar por delante de la puerta de la casa, y no le presté atención. Pero la segunda vez me interrumpió el crochet, y detallé su atuendo: llevaba pantuflas y una falda negra hasta la pantorrilla, y tenía las piernas flacas y llenas de várices, como la Carlota del último capítulo. Tan pronto la vi, se tapó la cara con su chal y se escabulló en un rincón. “Ah, sí. Yo creo que es una bruja”, me dijo mi madre cuando se lo conté. “La otra noche me estaba mirando mientras dormía. Lo curioso de ver un fantasma es que, en el instante mismo de estar descubriéndolo, uno siente que toda la vida se lo ha imaginando.”

Volví a Barcelona el viernes santo, segura de que Todo en otra parte , que me había parecido tan propia de mi barrio, el Ensanche barcelonés, estaba toda en Bogotá. Había empacado treinta copias de la novela. Al llegar al aeropuerto de El Prat me abrieron la maleta. “¿Y estos libros, son todos iguales?” preguntó el oficial de aduanas. “Sí”, le dije, “es un libro que escribí yo. Lo publiqué en Colombia”. “¿Y no pudo venderlo allá, que lo ha traído para venderlo aquí?” Le expliqué que lo traía para regalárselo a mis amigos. “Tiene buena pinta” dijo el oficial, y me dejó volver a mi casa, en donde encontré la carta de un desconocido. Mi dirección de correo electrónico es muy fácil de adivinar.

El autor decía ser natural de Sevilla y estudiante de biología. Una colombiana que se había alojado durante cuatro días en el hostal de sus padres, en Madrid, le había dejado de regalo mi novela.“Me la leí en una noche y me la volví a leer al día siguiente.” Decía que había encontrado en Internet las entrevistas que me habían hecho en Colombia. Adivinaba que yo tenía mala suerte en el amor: “Deber de ser difícil enamorarse de una mujer que se figura tantas artimañas.” Él se había enamorado de la otra colombiana, la que le había dejado el libro. “Es de Medellín y conoce a alguien de tu familia. Dice que en Colombia todo el mundo se conoce.” A mí, me veía “con un tipo excéntrico, del estilo de Oscar Wilde” (gracias, pensé, ni siquiera pudo asignarme a un heterosexual.) Al cabo de varias sugerencias para mi siguiente novela, declaraba: “Quizás tú misma no sabes muy bien qué escribiste. Yo creo que sí lo entendí bastante bien: la clave no está en el humor, sino en el plural del título de Los Mundos. ” Dijo que, ya que la novela no se conseguía en España, él dejaría su ejemplar en la Casa del Libro, en Madrid, en el anaquel de narrativa hispanoamericana, para que alguien pudiera “comprarlo gratis, como compra Carlota el regalo para Julio en el cuarto capítulo”.

Así está siendo leerse toda en otra parte.

 Volver arriba


Todos los derechos reservados. | Imagen y texto © Revista piedepágina