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Revista de Libros
No. 3 Abril 2005

 


Las desventuras de un lector del Quijote
Por Lucas Maldonado

De los extractos y mescolanzas que hizo el desdichado bachiller Lucas Maldonado de esta famosa novela, y los disparates que dijo por estarse en alguno de sus encantamentos.

Estaba en la plaza de los Mártires leyendo el Quijote en esa nueva edición tan peligrosa que salió, en celebración por los 400 años de publicada la primera. Aunque dicen que en realidad la primera se publicó a finales de 1604, pero bueno, vayan el diablo y el manco a saber. El caso es que al oír unos gritos levanté la vista y vi que frente a mí se alzaba una gresca. Un piquete de agentes de policía pateaba a un menesteroso, con el ánimo de enjaularle. Recordé el voto de favorecer a los débiles y desfacer entuertos y de un salto quedé a la cabeza del gentío, y primero con el ánimo sosegado, me dirigí al oficial con estas palabras:

—Me parece duro hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas, que este pobre no ha cometido nada contra ustedes. Allá se lo haya cada uno con su pecado. Y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello.

El grupo se había detenido como hechizado por mi voz y me miraba con cara de asombro, pero al momento uno de ello dijo:

—¡Callen a ese loco gonorrea!

Y todos continuaron con su labor: el infeliz a revolcarse y los agentes a malferirlo. Mas yo respondí en voz y en grito:

—Gonorrea, sífilis y demás enfermedades venéreas debe tener usted, que se viene a insultarme sin ser menester, tombo hijo de la puta...

Y hubiese exigido la liberación del pobrete si un puñetazo caliente no me desencajara la mandíbula dando con mi cuerpo en el suelo y mis gafas en la porra. Alcancé a recoger el libro cuando de un rodillazo me subieron a la patrulla y arrancaron para la estación decimocuarta, más conocida como La Perrera, condenado a pagar el veinticuatrazo. Quitáronme al entrar los cordones de los zapatos y el cinturón para que según ellos no pudiese hacer mal a nadie. Al indigente creo que le terminaron de moler las costillas pero esto sólo lo supe de oídas.

A rastras y muy poco a mi gusto me metieron en una celda al final del segundo patio. En el suelo había un hombre envuelto en una cobija cuatro tigres y frente a mí, dos hombrecillos que me miraban. Las bancas de baldosín me congelaban las posaderas así que el libro me cayó como a propósito, quedando yo sentado más alto que todos. En la pared se leían dos avisos, el uno decía “el pastuso es niña y la chupa cagado” y el otro “yo soy la puerta”. Hicimos pues las presentaciones de rigor. Ellos dijeron llamarse Roto y Pocholo, ladrones profesionales. Nos pusimos a conversar y cayó la noche. El Roto traía una moña de marihuana encaletada y nos ofreció de fumar. Entonces habló la cobija cuatro tigres:

—¡Cepos quedos! —dijo— ¡Alto ahí!

Y de ella salió un viejo muy sinventura que me trujo a la memoria que los contentos de esta vida pasan como sombra y sueño. Dijo llamarse el Chato y muy a propósito le iba el mote, por cuanto no tenía por nariz más que dos agujeros en el medio de la cara. Prendimos el bareto y nos pusimos a fumar y al parecer todos estuvieron de acuerdo en quemar páginas de mi novela de caballería para distraer el olor de la yerba. Los pícaros se propusieron a hacernos un relato de sus andanzas. Y en verdad muy a nuestro gusto consentimos el Chato y yo en escucharles. Ellos contaban y yo le hacía un masaje en las ancas al Chato para que oyera más a gusto, pues sufría una dolencia a causa de muchos años de muchos humos venenosos que algún hechizo le obligaba a consumir. Pregunté a Pocholo cuál había sido su delito y este respondió que por enamoradizo y que una bienamada lo había denunciado:

—Me burlé demasiado con dos primas hermanas mías y con otras dos hermanas que no eran mías. Y creció tanto el número de parientes que ya no podía reconocerlos ni por que fuera el diablo.

Por ser mucho más tímido el Roto no quise molestarle con la misma pregunta. Y él algo quiso evitar porque cambiando el rumbo me señaló una botella de cocacola vacía en la esquina y me dijo:

—Páseme la chichera.

Y en agarrándola se giró para descargar en ella su vejiga. Varias veces hizo esto durante el relato de la novela de Pocholo y cada vez que lo hacía repetía:

—Y poniendo cual voz voy a llamar a mi mujer para que me saque de aquí, si le molí la cara a golpes esta mañana.

Pocholo se reía y le traía a la memoria alguna otra historia de sus desvariadas fechorías y malandantes pensamientos. El Roto se sentaba y certificaba de cada una que era exacta y muy verdadera.

Y así pasó la noche y mucho me temo que éramos presa de algún encantamento por cuanto ninguno de nosotros desayunó bocado, ni tuvo excrementos mayores, y esto tengo entendido pasa siempre a los encantados, que ni comen ni tienen necesidades, aunque sí les crecen las uñas, las barbas y los cabellos.

Ya de madrugada me despertó un ruido de metales. Alcé un ojo y bajo la luz azul vi pasar por el patio hasta doce hombres descalzos, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos y todos con esposas a las manos. Me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba o alguna fantasma vana y contrahecha. El Roto sacó la cabeza de los cartones que le cubrían y miró como si se asomara desde un sepulcro. Me dijo en susurro que el que a la cabeza iba era el llamado Ginés de Pasamonte, paraco sin par, que ya había escrito un libro contando su vida y confesando todas sus fechorías. La caravana terminó de pasar y como habíamos quedado despiertos nos pusimos de nuevo a conversar. Me entretuvo contándome su vida. Me dijo que él había sido hombre sano, que era chofer, pero que perder su buseta y perderse él había sido todo a la vez. A las doce de la noche decía, terminaba su ruta en las Cruces, compraba cuatro papelas de bazuco, las armaba y se iba con la ventanilla abierta fumando y a todo pedal pitando por la avenida el Dorado abajo hasta su casa en Fontibón.

A la mañana por no tener ya mucho que contarnos decidimos que yo leyera algo de mi libro. Y yo seguí con la historia de las bodas de Camacho, de lo que Pocholo sacó mucho provecho según dijo, pues le caía pintiparada la estratagema del falso suicidio de Basilio el enamorado, para alguno de sus ardides amorosos.

Finalmente llegó la tarde y cumplidas las 24 horas, me llamaron a las rejas y un agente me sacó al patio y me puso a fregar los inodoros. Yo de tan mohíno y con ansias de salir estaba que me di a la labor sin rechiste. Pero al terminar y verme ya frente a la puerta de la calle abierta, decidí interceder por el infeliz del Chato, diciéndole al agente que era viejo y enfermo y más aún, sus zapatos eran de carne, de descalzo que iba. El policía que al mirar metía un ojo en el otro un poco, sonrió de medio lado y dio la orden para que fuese libre. Salimos los dos harto felices, aunque yo arrastraba los pies y debía sostenerme el pantalón con una mano, por cuanto ni los cordones ni la correa me fueron devueltos. Sin embargo hasta el Chato se veía alegre. Desafortunadamente nuestra amistad llegó escasamente a la esquina. Él me había pedido el libro para bien mirarlo y cuando yo me giré para buscar dónde podía encontrar un taxi, el malagradecido me lo descargó en la coronilla. Y cuando di por el suelo me encajó un patadón en la oreja, me sacó los tenis de un tirón y los bluyines de otro y huyó a todo lo que le dio su desdichado cuerpo.

Así quedé yo tirado con mi libro y en calzoncillos reflexionando; y mucho me temo que esta edición es obra del mismísimo Mambrino y no la recomiendo a nadie que no quiera ser presa de algún encantamento y por leerlo dé con él en alguna desventura como la que cuento. Llenándosele la fantasía así de hechizos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentos y disparates imposibles.

Gracias,

Bachiller Lucas Maldonado

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