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Revista de Libros
No. 3 Abril 2005


Ilustración de Francisco Villa     

La lectura como vocación:
el mundo desde la mirada de Alberto Manguel

Por Maria del Rosario Acosta López

No sólo se leen los libros. Este intelectual argentino nos ha probado que el oficio del lector va mucho más allá. Es una actitud ante todo lo que se nos presenta que requiere agudez y responsabilidad.

Alberto Manguel es, antes que nada, un gran lector. Más allá de sus novelas, ensayos, traducciones y antologías, lo que sorprende de sus textos es una capacidad incalculable para poner en palabras la experiencia de la lectura. Porque la lectura, para Manguel, no es simplemente el acto de sentarse a leer un buen libro e introducirse en el espacio imaginario al que nos conducen los buenos autores, desde las narraciones literarias hasta las reflexiones teóricas, pasando por los libros de historia y los reportajes periodísticos. La lectura es, antes que nada, un modo de vida, una perspectiva desde la que decidimos asumir la realidad, entender a las personas, interpretar los hechos, construir las imágenes y tomar parte en todo lo que nos rodea. La lectura es la responsabilidad que asumimos todos cuando descubrimos que ser parte del mundo implica ser más que un espectador, que tomar nota de lo que sucede a nuestro alrededor no es nunca suficiente, y que hace falta más bien, como lo descubre el personaje de Michael Ende en la Historia sin fin , tomar parte en los acontecimientos, convertirse en los protagonistas de la historia que vivimos.

Eso, nos lo recuerda Manguel, es lo que la literatura nos enseña. Los libros son una ventana para entender que toda historia es, a la larga, nuestra autobiografía. Porque todo buen lector logra entablar un diálogo con lo que lee, construir un camino de ida y vuelta, en el que se llega al texto con la idea de descubrir algo nuevo, y se sale de él con la sensación de haber estado en un territorio ya conocido de antemano. La lectura es el acto de hacernos sentir como en casa allí donde de otra manera sólo seríamos intrusos. Nos recuerda, una y otra vez, quiénes somos, al descubrirnos reflejados en las historias que leemos.

Un buen lector, advierte Manguel desde el principio en todos sus ensayos, no busca encontrar en sus interpretaciones, en las imágenes que contempla, en los hechos que descifra, el secreto de la felicidad, el consuelo último de toda desgracia, la respuesta a todas sus preguntas. Como lo escribió Kafka alguna vez, seríamos igualmente felices —o incluso más— si no leyéramos ningún libro. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen, nos arañen, nos despierten y conmuevan. Leer no es buscar respuestas sino develar preguntas. Descubrir una y otra vez los límites de nuestras interpretaciones al vernos siempre, nuevamente, reflejados en lo que vemos. “No hay remedio, dice Manguel, la literatura no consuela. En cambio puede, misteriosamente, servir de espejo”.

Tal vez por eso todos sus ensayos, desde Una historia de la lectura , pasando por En el bosque del espejo y Leyendo imágenes , hasta llegar a su último libro, Diario de lecturas , han sido escritos como historias personales, como las confesiones de un lector que siente la necesidad de contar sus viajes, compartir sus tesoros, revelar quién es a través de sus lecturas. Cada historia de la lectura debería ser, nos dice comenzando uno de sus libros, la historia de cada una de las personas que leen. Porque leer es leerse, relatarse, encontrar en palabras ajenas la descripción de experiencias propias. Un buen lector debe ser siempre un inventor, capaz de proyectar sobre las páginas de un libro, sobre las imágenes de un lienzo o los personajes de una obra de teatro, sus propias ideas. La literatura, el arte en general, funciona como espejo, porque su mayor logro es revelarnos quiénes somos. Por eso leer no es nunca un consuelo; porque mientras menos tengamos qué decir, mientras menos sepamos quiénes somos y menos busquemos saberlo, menos tendrán también que decirnos los relatos del mundo.

Pero el espejo, como el de Alicia, tiene dos caras, y la lectura sólo es su punto de encuentro. Si por un lado todos leemos para descubrir quiénes somos, por el otro, dice Manguel, “somos lo que leemos”. Los libros en nuestra memoria determinan quiénes somos y cómo vemos el mundo. Las imágenes que observamos se convierten en el inventario desde el que de allí en adelante comprendemos la realidad. Los acontecimientos que interpretamos constituyen el punto de partida para nuestras acciones. Traemos con nosotros lo que leemos, lo llevamos en la piel, nos convertimos en su reflejo —siempre y cuando seamos buenos lectores, es decir, siempre y cuando entendamos que leer no es nunca acumular información, ni crear archivos mentales que, como en un computador, se conviertan en bases de datos amontonadas por el tiempo; la lectura debe ser siempre un acto creador, constitutivo de experiencia, válido por sí mismo. Si la entendemos así, la lectura se convierte entonces, y sin que lo notemos, en una preparación para la vida.

“Tengo la sensación —confesaba Manguel hace un par de años en una entrevista con un periódico argentino— de que lo que viví después de los 18 fueron confirmaciones de lo que leí antes de los 18. Que el arte nos lo mostraba y después nosotros lo descubríamos en la vida real”. A los cuatro años descubrió que sabía leer: “el haber podido transformar unas simples líneas en realidad viva, me había hecho omnipotente”. Desde entonces se dedicó a devorar las novelas de aventuras de Salgari y H.G Wells, de Stevenson y Julio Verne; a acompañar a sus personajes favoritos, a Alicia, a Robinson Crusoe, a los cinco amigos de los libros de Enid Blyton, a través de esos universos capaces de envolverlo por horas y días enteros; a explorar, en su adolescencia, el erotismo a través de la literatura, en la Lolita de Nabokov y Peyton Place de Grace Matalius. Gracias a todos ellos supo “lo que era la muerte de un amigo, un enamoramiento o tener un hijo, antes de haberlo vivido”. Su profesor de literatura en el Colegio Nacional Buenos Aires, su trabajo en la librería Pygmalion, las tardes en las que leyó en voz alta, durante dos años, para Borges, lo convencieron de que la lectura era su vocación, de que los libros que había leído desde niño eran la ventana que necesitaba para comunicarse con el mundo. Leer, en efecto, era para él “casi tanto como respirar”.

No se trata, claro, de que la vida sea reemplazada por el arte. Leer supone conocer los límites entre la realidad y la ficción. Ya Aristóteles lo entendía al escribir uno de los primeros testimonios de la experiencia estética: ser capaces de compartir con un personaje su sufrimiento, ser capaces de proyectarnos sobre las imágenes que vemos, los relatos que escuchamos, e imaginar que compartimos con ellos el mismo espacio en la ficción, implica a la vez siempre una distancia, una puesta en escena, una conciencia de que aquello que vemos, sentimos, olemos, hace parte siempre de un mundo distinto al nuestro. Toda interpretación, advierte Manguel, tiene sus límites. Por fuera de ella siempre están los hechos, para cuya atrocidad ningún arte puede prepararnos, pero cuya incomprensibilidad y contingencia son siempre más fáciles de asumir para aquel que, desde sus lecturas, ha sido capaz de sentir el dolor de los demás.

La literatura, en efecto, como nos lo revela Manguel en sus ensayos, nos prepara para compartir el mundo con los otros. Al contrario de ser una actividad que aísle, que separe, que privatice nuestros sentimientos y guarde para siempre, como en códigos secretos, la experiencia de cada lector, cada historia contada conecta miles de historias más; nos recuerda que otros, en otros lugares, en otros tiempos, han sentido y vivido lo mismo; nos enseña que detrás de los hechos siempre hay personajes concretos, motivos particulares, sentimientos escondidos. En el arte nada es blanco y negro; no hay juicios universales. Ponerse en los pies de otros, sentir con otros (tal es finalmente el significado de la compasión), nos introduce en un mundo compartido, nos enseña a preguntar antes de juzgar, a darle espacio a aquellos que no son escuchados, a denunciar a quienes se olvidan de hacerlo, a recordar, una y otra vez, que todos somos humanos. “Porque el ser humano es básicamente una criatura de interpretación y eso da al lector una responsabilidad política”. Los libros de Manguel, sus ensayos, sus esfuerzos repetidos por mostrar la importancia de la lectura, nos recuerdan a través de sus denuncias, de sus lecturas sugestivas, de sus críticas a una realidad que ha dejado ya de interpretarse a sí misma, que dicha responsabilidad debe ser asumida.

La lectura se descubre así como una vocación, pero es, a la vez, un deber y una necesidad; un imperativo que se hace cada vez más obligatorio allí donde la autoridad, los discursos arbitrarios y el silencio generalizado le quitan día a día el espacio a la crítica, a la interpretación y a la denuncia. La lectura es un acto subversivo porque invita a leer entre líneas. Y leer entre líneas es lo que necesitamos si queremos conservar el derecho a seguir leyendo.

Leer implica estar siempre en estado de alerta, dispuestos a descifrar el mundo que se nos presenta, a interpretar las señales, a ver todo con los ojos del asombro. Leer, dice Manguel, es traducir, descifrar, desmenuzar y examinar, “cortar hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena, y luego poner en pie a un nuevo ser viviente”. Darle sentido a la realidad, nuestro sentido, “alzarse con algo precioso y hacerlo propio por cualquier medio posible”. Erigirse en inventor, creador, alquimista y adivino de imágenes y palabras frente a las que no deberíamos nunca ser indiferentes. Es un acto permanente, incansable, infinito. Esa biblioteca con la que Borges soñaba, esa que quedaría, después del fin de la humanidad, secreta y silenciosa, como testimonio de que alguna vez vivimos, yace ya oculta tras el silencio de todos aquellos que olvidamos, incluso de vez en cuando, contar y escuchar nuestros relatos. La lectura debería ser inagotable, porque en el círculo de su actividad enriquece, una y otra vez, el mundo que interpreta.

Dice Manguel que “al cerrar un libro, el lector ideal siente que, de no haberlo leído, el mundo sería más pobre”. Esa es la sensación que queda cada vez que se voltea la última página de cada uno de sus libros.

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