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Revista de Libros
No. 2  l  Marzo 2005


    

En memoria de Susan Sontag
Por William Drenttel

El día siguiente a la muerte de una de las más importantes intelectuales del siglo XX, el diseñador de sus portadas escribió esta emotiva despedida.

A lo largo de los años, en mi trabajo como diseñador, me he reunido con presidentes de compañías, editores de revistas, rectores de universidades y nuevos gurús de los medios, incluso con unos cuantos senadores y un presidente. Pero ninguno de ellos me impresionó tanto como Susan Sontag, quien murió ayer después de una larga batalla contra la leucemia. Por más de veintinco años fui muy amigo de su hijo, fui su acompañante ocasional en una cena o una película, y un fiel lector y coleccionista de sus libros. Nunca estuve entre sus amigos más cercanos, pero fui su diseñador gráfico.

Susan era la persona más inteligente que he conocido. Ella escuchaba de la misma manera en que leía —con agudeza y atención— y tenía poca paciencia con los argumentos débiles, pues suponía, muchas veces sin razón, que uno tenía un nivel general de conocimiento como para retar incluso a los profesionales más preparados. Suponía que uno sabía mucho y que estaba interesado por todo, precisamente porque ella se interesaba por todo; cualquier otra cosa la dejaba insatisfecha, y como no toleraba a los tontos quería poder aprender algo de cada encuentro.

Ese interés suyo por todas las cosas dice mucho de nuestras reuniones a lo largo de los años. Primero fueron las visitas a su apartamento en el Upper West Side en los años setenta, cuando yo era todavía un estudiante joven e impresionable, deslumbrado por alguien que podía tener tantos libros (y que parecía haberlos leído todos). Entonces dábamos paseos por el barrio para tomar café y ver libros en la librería Pomander. Mucho antes de que se volviera popular, ellos se especializaron en la nueva ficción latinoamericana; Susan no sólo había leído casi todo, sino que conocía a casi todos los escritores.

Mis recuerdos del tiempo que pasé con Susan Sontag tienen mucho que ver con su apetito insaciable por la aventura intelectual, y quizá esto sea lo que más me impresionó. Recuerdo aquel almuerzo en Londres cuando me llevó a una tienda de fotografía en la que compré dos fotos del Vesubio tomadas por Sir William Hamilton. Yo seguí coleccionando fotos de volcanes por veinte años más; un tiempo después ella escribió The Volcano Lover (El amante del volcán), una novela basada en la vida de Hamilton. Pasamos dos Navidades en Venecia, una de ellas en compañía del Nóbel ruso Joseph Brodsky, quien nos acompañó en largas caminatas por la ciudad, de iglesia en iglesia (un anticipo de su libro sobre Venecia, Watermark (Marca de agua). Hace varios años estábamos en una boda en Washington y Susan insistió en que de camino al aeropuerto nos detuviéramos en la Galería Nacional de Arte para ver una exposición de Art Nouveau . Y justamente el invierno pasado, cuando fui a reunirme con ella para hablar acerca de un proyecto, nos hizo ir corriendo al cine a ver Las trillizas de Belleville , la película francesa de dibujos animados que había visto unos pocos días antes. También recuerdo especialmente la cena reciente en la que, a pesar de la debilidad que le causaba su enfermedad, insistió en que atravesáramos la ciudad para ir a un banquete de su chef favorito de sushi .

Sin embargo, mi encuentro más memorable con Susan fue tal vez la noche en que fui a su casa a mostrarle unas cubiertas. Allá llegó también un amigo de los dos, y Susan, quien nunca cocinaba y casi nunca comía en casa, nos invitó a cenar: era todo un montaje. Ella estaba tan emocionada con algunas de sus últimas lecturas que necesitaba un público para compartir sus descubrimientos. Durante la cena nos leyó los primeros capítulos de libros de Imre Kertész, Fleur Jaeggy, Anna Banti y Penelope Fitzgerald, todos recién publicados. Leía en voz alta con una pasión y una avidez que eclipsaban todo lo que había a su alrededor y, como suele pasar con este tipo de charlas, ésta fue quizá un poco unilateral. Pero también fue un espectáculo inolvidable.

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Susan Sontag será recordada por mucho tiempo por ese entusiasmo, y creo que es justo decir que pocos escritores se han involucrado tan profundamente, o han sido tan influyentes, en el paisaje cultural y político de nuestro tiempo. Su apartamento estaba lleno de objetos de momentos y lugares muy distintos, escogidos cuidadosamente; su profundo interés por la cultura la llevó a valorar especialmente todo tipo de artefactos. Pero lo que coleccionaba era libros: no como una coleccionista de ejemplares raros y curiosos, sino como la lectora voraz que era. Los leía y los conservaba todos con mucho cuidado, y en algún momento llegó a preocuparse particularmente por su diseño.

Hacia mediados de los años ochenta, Drenttel Doyle Partners diseñó una serie de libros publicados por Farrar Straus & Giroux. Susan había escogido una obra de arte para cada cubierta. Y era difícil competir con sus elecciones, pues aunque siempre quería ver nuestras propuestas, sus sugerencias establecían profundas relaciones con su escritura, por lo menos desde su punto de vista. Como resultado, la primera serie fueron unas ostentosas obras de Isamu Noguchi, Andrea Mantegna y George Seurat. Pero también hubo sorpresas: The Benefactor ( El benefactor ) presentó por primera vez una obra de Garnett Puett, una escultura en forma humana creada por panales y abejas que vuelan desde Nueva Jersey hacia la galería en Chelsea, mucho antes de que Chelsea se convirtiera en un destino artístico per se . Como todos estos libros ya habían sido publicados, Susan había tenido suficiente tiempo para que sus ideas y sus asociaciones germinaran, y aunque sus elecciones artísticas solían ser bastante idiosincrásicas, yo aprendí mucho en el proceso.

AIDS and Its Metaphors ( El sida y sus metáforas ), nuestro siguiente proyecto, no fue sólo un nuevo libro sino sobre todo un trabajo acerca del lenguaje de la enfermedad. Usamos un fragmento del texto para crear una cubierta tipográfica: “Las enfermedades infecciosas con las que está relacionada la culpa sexual siempre inspiran miedos de contagio fácil y extrañas fantasías de transmisión a través de medios no-venéreos en espacios públicos”. (He aquí una imagen inesperada y, quizá, un lenguaje difícil de articular, pero creo que esta cubierta era una de sus favoritas.)

Quince años después, Susan nos pidió que diseñáramos una nueve serie de libros de bolsillo para Picador. Yo acepté, con una condición inusual: que el diseño no tuviera que relacionarse necesariamente con el contenido. Trabajamos con abstracciones de imágenes para crear sensaciones, patrones y colores, y mis conversaciones con Susan fueron solamente estéticas: la belleza, la nitidez o el color de una imagen. Yo solía estar a la expectativa de estas reuniones, y creo que a Susan le encantaba perderse en este territorio inusitado en donde contenido y lenguaje eran menos determinantes. Me imagino que para ella, la crítica de ópera, ver estas cubiertas era como dejarse asombrar por un escenario hermoso en la oscuridad del teatro. Este acercamiento a la confección del libro —menos literal, muy subjetivo, incluso lírico— también fue refrescante para mí.

Hace poco, Susan me pidió que publicara el discurso que pronunció al recibir el Premio Alemán de la Paz. Literature is Freedom (La literatura es libertad ) es un libro del que me enorgullezco especialmente de haber hecho. En él, ella escribe: “Tener acceso a la literatura, a la literatura del mundo, era escapar de la prisión de la vanidad nacional, del filisteísmo, del provincianismo compulsivo, de la educación insulsa, de los destinos imperfectos y de la mala suerte. La literatura era un pasaporte a una vida más larga, esto es, la zona de la libertad. La literatura era libertad. Especialmente en una época en la que los valores de la lectura y la introspección son retados tan enérgicamente, la literatura es libertad”.

Ahora tengo una visión más abierta del mundo gracias a sus libros, a que trabajé con ella como diseñador y editor, y sobre todo a que la conocí. Para muchos de nosotros, ella era una varita mágica de ideas acerca de todo: desde la enfermedad y la muerte hasta la fotografía, la pintura y la política de Vietnam, Bosnia, el 9/11 e Irak. En sus textos, Susan insistió en que confrontáramos las ideas dentro de su complejidad con todas las de la ley. Ella deploraba la ignorancia y disfrutaba la originalidad, la creatividad, la imaginación, y ante todo defendía la importancia de la inteligencia: “Vivimos en una cultura —escribió alguna vez— en la que a la inteligencia se le niega totalmente su importancia en busca de una inocencia radical, o se la defiende como instrumento de autoridad y represión. En mi opinión, la única inteligencia que vale la pena defender es crítica, dialéctica, escéptica, desimplificadora”.

En mi trabajo como diseñador disfruté cada proyecto que hice con ella. Es mi escritora favorita, por su capacidad de desafiar, por su valor y por su inteligencia. Ella lo amaba todo. Y yo la amaba a ella.

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William Drenttel es co-editor de www.designobserver.com, dónde apareció por primera vez este ensayo. Es diseñador gráfico y editor de Ediciones Winterhouse.

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