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Revista de Libros
No. 2  l  Marzo 2005


    

Leí El Río en el río
Por Alberto Baraya

La obra de este artista bogotano tiene visos de expedición botánica. Alberto Baraya se ha dedicado a recorrer el mundo tomando muestras de la variada vegetación artificial que decora los locales del planeta. Aquí relata cómo, con el el libro de Wade Davis en la mano, continuó su empresa siguiendo los pasos de Richard Schulthes por el Putumayo.

Llevó ya algunos años viajando por ahí, coleccionando plantas de plástico de diferentes salones y casas de tías, de baños y cafeterías y de aeropuertos, inmerso en una expedición seudo botánica como la del sabio Mutis. Finalmente, a finales del año pasado pude ir de viaje por el Amazonas a recolectar más taxones "made in china" para mi herbario de plantas artificiales.

Me llevé conmigo el libro El Río el mejor acompañante y guía de rutas de exploración y fantasías al que uno pueda hacerse. Wade Davis, el autor, después de innumerables viajes por la Amazonía en los años setenta, relata las incansables expediciones que en los años cuarenta realizara el etno-botánico de Nueva Inglaterra Richard Evans Schultes. Este a su vez, no hace otra cosa que seguir en su memoria la aventura de los diarios de exploración romántica del botánico inglés Richard Spruce y las pistas de exotismo del elegante viajero alemán Alexander von Humboldt, o de los españoles Ruiz y Pavón, o la del mismo José Celestino Mutis en selvas suramericanas. Una larga saga de exploradores y científicos botánicos, de encuentros y desencuentros, a la que encadené la parodia de mi herbario de plantas de plástico. Me sentí explorador por tierras incógnitas en la búsqueda de exóticos taxones de rosas de seda y helechos de alambre para mi colección. Un extraño viaje por el río Putumayo, buscando las plantas de plástico en cafetines de puerto, comedores, altares y entradas de casas, como muestras fehacientes de la expansión infinita de esa extraña vegetación china por los confines del mundo.

En el trayecto hacia Leticia fui compañero de vuelo de Carlos, un joven muchacho de Leticia que venía de escuchar en Bogotá lecciones de un luthier francés para su oficio de reparación instrumental. Sus referencias a maderas de arce o pinos europeos resonaban extrañas en medio de todas estas prometedoras maderas selváticas. Él estaba a cargo de los violines, las violas y los chelos de la corporación "Batuta", y me contó cómo, la semana anterior, su banda sinfónica había recibido con vítores y fanfarria a la nueva patrullera fluvial de la Armada. El barco venía desde Cartagena, donde había sido construido, y, bordeando toda la costa atlántica de Venezuela, las Guyanas y Brasil, había entrado al río Amazonas. Yo navegaría en este barco como documentalista de la travesía, para el Centro de Integración Fluvial de Sur América. Mi labor consistía en filmar las condiciones de navegabilidad del río, la vegetación de sus riveras, los animales, los habitantes y visitantes que se nos cruzaran. En los puertos realizaría algunas entrevistas, y seguiría, a modo de cronista, los diferentes acontecimientos del trayecto.

Al llegar a Leticia lo primero que hice fue buscar el barco. Allí estaba la blindadísima Patrullera de guerra, aguardando al capricho de un fluctuante muelle nuestra partida por el río. Cuentan, entre otros el mismo Davis, cómo los cauchos que se ven en las calles de la ciudad fueron sembrados por el profesor Schultes con los sobrados de algunas de sus recolectas de semillas. Recorrí la ciudad en una moto-taxi, que luego me llevó a Tabatinga, la población brasileña al otro lado de la calle. Al regreso, me detuve frente a una peluquería por la que pasaba; era una perfecta zona de recolección fotográfica para mi herbario. Estaba decorada con el mayor de los primores y destacaban al menos dos o tres enormes floreros de plantas de plástico. Nicolasa quien regentaba el local con todas sus sonrisas brasileñas, me dijo que "sí". Acordamos un precio por las fotos y de inmediato, y sin dejar de coquetear, posó para mí. Unas fuertísimas manos muy masculinas contrastaban con la cadencia de su voz y ese acento de llamada a cantos y bailes de la noche. Luego seguí el recorrido hasta el mercado de pescados: bocachicos, pirañas, pirarucus, peces tigre, peces sapo, peces y peces navegando aún en mi alegre perturbación.

A la tarde el barco zarpó rumbo la desembocadura del Iça, que es así como llaman al Putumayo en el Brasil Durante quince días remontaríamos con los marineros este cremoso río. Pasamos por el puerto de Tarapacá, donde según cuenta Davis, el mismísimo mayor Gustavo Rojas Pinilla recibió al extenuado explorador Schultes con unas agotadoras sesiones de ajedrez. Durante los días de estancia a bordo del barco, pasaron por mi cabeza todas las películas de navíos de la segunda guerra, las de submarinos militares y las de batallas espaciales bajo el mando del Capitán Kowalsky, dándome referencias fantásticas para todo lo que pasaba a mi alrededor. Treinta marineros bajo estricta jerarquía militar de infantes, cabos, sargentos, y tenientes hacían que mi imaginación volara y me sintiera en una películade propaganda nacionalista, a punto de iniciar una batalla de salvación heroica. A medida que remontábamos el río hacia el destino final, lo que eran elucubraciones de mi fantasía iban concretándose en amenazas reales que asecharon también a los marineros. De un momento a otro caía en cuenta que éste no era un viaje del marino francés Jacques Costeau o de la National Geographic . Estaba a bordo de un barco de guerra destinado a combatir contra el frente sur de la guerrilla en la frontera ecuatoriana. Los marineros se dirigían a los puestos de control en la cabecera del río y poco a poco, a medida que llegábamos a nuestro destino, se iban materializando los miedos, las angustias, los temores, lasprepotencias que venían navegando desde hacía generaciones por estos lares. El Putumayo es aún una frontera, donde la ley del más fuerte se impone sobre las leyes de papel. Así como Schultes, o Davis, todos los exploradores del río tarde o temprano cruzarán sus caminos con los ejércitos del estado.

Por las noches, en mi camarote, tomaba el libro de Davis e iba redescubriendo la historia que esa misma tarde las orillas del río me habían mostrado en forma de cortinas infinitas de árboles y vuelos de papagayos. Desde las infamias de la bonanza del caucho a comienzos del siglo XX a manos de la Casa Arana, cuando se cometiera un silencioso y aterrador genocidio indígena, pasando por las historias de desencuentros culturales que lideraran las diferentes evangelizaciones del Instituto Lingüístico de Verano y los capuchinos, o la increíble y triste historia de las fronteras ecológicas vencidas por un impersonal y frío progreso. Páginas que en ocasiones azuzan los miedos y te tiran en medio de una inhóspita selva, allí, en La Vorágine oscuridad de afuera. Reales también eran las historias de combate de un infante de marina que había resistido contra hostigamientos en el Magdalena medio contra guerrillas o contra paramilitares. Igual daba, la muerte sin color si se había fijado en sus pupilas. Pero también las letras de Davis traen la historia del caucho con todos los ingredientes de una novela de aventuras, donde Schultes es una de las piezas más románticas. Como funcionario del plan de cultivo del caucho, busca y cuenta árboles de siringa y juansoco; como etnobotánico, va tras las recetas y taxones mágicos y rituales.

Al día siguiente la sobremesa del casino del barco estaba salpicada de las aventuras de Davis, dándonos una particular introducción al siguiente puerto de nuestra travesía. Lentamente en la desembocadura de un río tributario, recordaba cómo Richard Evans Schultes había permanecido alrededor de dos meses realizando estadísticas acerca de la cantidad de árboles de heva brasiliensis y herborizando y recolectando taxones de plantas desconocidas para el lenguaje de la botánica occidental, pero que para el chamán del pueblo constituían un ingrediente fundamental de supervivencia y comunicación. Son relatos que Davis trae bajo títulos como “La carne de los dioses” o “El cielo es verde y la selva azul”, permitiendo a cualquiera hacer un viaje de descubrimiento de plantas y virtudes. "Los indios -nos dice Schultes, citado por Davis- creen en el poder de las plantas, aceptan la existencia de la magia, y reconocen la potencia del espíritu". En ellos aceptamos una cultura no como objeto de conquista sino de aprendizaje infinito, "las ideas de un pueblo que no distinguía entre lo sobrenatural y lo pragmático, hasta que el desagradable barniz de la cultura occidental introduce la codicia, la impostura y la explotación, que tan a menudo van a la par de costumbres extrañas para estos hombres de la selva, conservan esas características que las sociedades civilizadas modernas sólo pueden envidiar". La suerte de las hierbas mágicas estaba por todos lados.

Los paisajes siempre repetidos a lo largo de los quince días de travesía se enriquecían con un paso de papagayos, con el paso de las páginas de El Río , con el graznido de los loros y la imaginación mitificada de animales salvajes que aparecerían a la vuelta del siguiente árbol. En un puerto estuve al interior de una maloca (la gran habitación comunal indígena). No había ningún espectáculo. Las reuniones del mambeo, o las ceremonias alucinógenas del Yagé, me parecían allí como eco de las descripciones del libro de Davis. Vi un viejo árbol de caucho, recibí un fruto de cacao, compré una piña de la que dieron pronto beneficio las bromas de la tripulación. Por las tardes, desde el techo, ejercí romanticismo con pincel, caja de oleos y lienzos pequeños con los que manejaba las nubes del cielo, reflejos del río, líneas de árboles lejanos y, de paso, juicios sobre el ejercicio de la pintura. Una tarde, al pasar frente al lugar de "las Barranquillas", la patrullera fluvial 611 ARC Tonny Pastrana mermó su curso y el personal se alistó para un ejercicio de polígono. Las ametralladoras SS, los Galil, las punto cincuenta. Todos los marineros dispararon sus fierros contra el agua del río. Desde el techo, estuve filmando los estallidos, los "splash" de las balas en el espejo del agua. Después de eso, todos mis paisajes domingueros al óleo quedaron documentando esas líneas de balas sobre el agua que pintaban.

Mi travesía terminó en Puerto Leguízamo. Allí se conserva aún la carcasa del antiguo destructor destinado a defender intereses nacionalistas en el conflicto de 1932 contra el Perú. Una especie de oxidada emoción nostálgica me invadió al caminar sobre la cubierta de ese viejo buque que había acogido a Richard Evans Schultes a modo de hotel de lujo, tras alguna de sus travesías alucinogenobotánicas. Me embarqué en un avión Hércules de regreso a casa, junto con soldados de licencia de la patrulla “Cobra”. Durante el arrullador viaje al lado de descomunales hélices de conquista, repasaba mentalmente los aromas de la selva y los ecos de las románticas gestas botánicas, esas crónicas de los viajeros de El Río. Mi colección de plantas quedaba con algunos taxones de látex, hechos en China y que tras vertiginosos caminos había recolectado en los comercios de la selva amazónica. Poco a poco, a medida que iba ascendiendo sobre las montañas y las nubes hacia teléfonos, citas, horarios, compromisos bogotanos, me fui repitiendo las palabras de Schultes que, terminando el libro acababa de leer: “En el Amazonas, el tiempo no significa nada”.

 

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