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Revista de Libros
No. 2  l  Marzo 2005

Delirio
Laura Restrepo
(Premio Alfaguara de novela 2003)

Por Juan Gustavo Cobo Borda

Una niña bien y un profesor de literatura, 16 años de diferencia y la desigual relación que se acrecienta y fortifica cuando la mujer, Agustina Londoño, es literalmente absorbida por la vorágine de su delirio y Aguilar, el profesor cesante que ahora vende comida para perros, indagó en su pasado, en su incomprensible presente.

Se fue Aguilar a pasar tres días de vacaciones con sus dos hijos del primer matrimonio y a su regreso su mujer ha desaparecido. La encontrará finalmente, acuclillada, muda, en un rincón de una habitación, en un hotel del norte de Bogotá. La dejó (aparentemente) felíz, pintando de verde su apartamento y ahora la recobrará desquiciada. ¿Qué ha pasado?

¿Es un individual caso clínico o será, como lo insinuaba la autora en el diálogo público que sostuvimos el 20 de mayo de 2004 en el Club el Nogal, precisamente el restaurado club donde murieron 36 personas el 7 de febrero de 2003, por un carro bomba puesto por las FARC, que todos los colombianos estamos un poco locos ante las circunstancias que nos hieren y afectan?

La indagación, entre detectivesca y sicoanalista, en las raíces que determinaron esta crisis, se halla sostenida en varias voces que entrecruzadas sostienen el recuento y cuyo contrapunto agiliza la trama e incrementa el suspenso. La más remota y lírica es la del abuelo alemán, Portulinus, quien instalado en Sasaima, ese lugar de tierra caliente próximo a Bogotá que Laura Restrepo siempre introduce como nombre talismán en todas sus novelas, y desde su profesión de música, también nos abre abismos. Los ruidos del silencio y la capacidad curativa del agua terminan por ahogarlo, literalmente, en un río cercano al poblado. Ese río Dulce, loco como su hermana, también se suicidará salmodiando en orden alfabético todos los ríos alfabéticos.

Con la inquietante imprecisión de los sueños dejará su herencia a un muchacho que interpreta “El Danubio azul” y “La gata golosa”, una popular canción bogotana, y a quien confunde con el ángel genitor de su inspiración. Primer delirio de  un clan familiar falsamente normal.

Otra voz es la que nos muestra, desde la óptica de Agustina, la relación de ésta con su padre, Carlos Vicente Londoño; su madre, Eugenia, su tía, Sofía, hijos del alemán, y sus hermanos, sobre uno de los cuales ejerce su protección mágica y posesiva. Al final este hermano menor se definirá como homosexual, en frontal repudio al padre. Los rituales de Agustina con su hermano menor, de turbia sexualidad incipiente, giran en torno a las fotos de su padre, fetichista de la revista Playboy, le ha tomado a su amante, la mismísima tía Sofía, verdadera madre sustituta de todos ellos y ahora culpabilizada enfermera de su sobrina delirante. Este secreto consentido sobre el cual se sustentaba la familia ha estallado ahora y afectará a Agustina de un modo aun más incisivo que la remota locura del abuelo. Se trata de un feroz duelo de poderes en torno a la figura del padre y a las hipócritas mentiras con que todos tratan de fingir un rostro ecuánime ante la sociedad. Esa suerte de terapia colectiva (a gritos) donde caen las máscaras y la madre astuta encauza las encrespadas aguas es uno de los momentos mejor logrados de esta novela que José Saramago, como presidente del jurado elogió calurosamente, al otorgarle el premio Alfaguara 2003.

Una tercera voz, la más desopilante, cómica y febril, es la de Midas McAllister, un muchacho pobre quien escamotea sus orígenes y se ha hecho rico, en negocios de narcotráfico, nada menos que con Pablo Escobar mismo. Hace feliz partícipe de ellos al otro hermano de Agustina y a su familia, y a su cuadrilla de amigos con apellido ilustre. Un miembro notable, entonces, del cartel de Bogotá, lavadores de dólares que creían con la complicidad venal de la DEA que podían engañar al capo antioqueño y delinquir sin problemas. Son los años 80, las bombas vuelan aviones y edificios en retaliaciones mafiosas y la frivolidad consumista trata de paliar el horror.

Midas McAllister, quien dejó embarazada a Agustina y no la acompañó a abortar, regenta ahora un gimnasio. Y más grave que el crimen estúpido, en contra de una muchacha contratada para reanimar, en teatro sado-masoquista, la castrada sensualidad de un amigo, es su rechazo, por razones de buen gusto, de unas parientas de Escobar, pailas estridentes y carrieludas. La venganza implacable de Escobar contra quien ha denigrado al clan familiar lo obligará a retornar a su pobre barrio de origen y al cobijo de su madre, escondiéndose de si mismo y del inseguro miedo que se respira en toda la ciudad. Así las voces de Aguilar y Agustina, del abuelo y del amigo, han logrado cercar lo no dicho. Eso callado y oculto con que personas y sociedad fingen decoro y respetabilidad. Como buena alumna de René Girard, Laura Restrepo ha convertido a Agustina en el chivo expiatorio de un mundo desalmado donde la vida es apenas una desgastada moneda más.

Aquello que se tapa, decora y tergiversa, ha salido a la luz, revelándonos el daño síquico, en hipocresía y falsedad, que todos padecen:

“Interpretar la vida sexual de la gente como una ofensa personal debe ser una característica ancestral de las familias de Bogotá o quizá ese sea el sello específico de su distinción (p. 246)”.

Maquillar, fingir con el cariñoso engaño de los diminutivos, falsificar: el ejercicio estilístico para desmontar toda esa farsa y permitir que asome la desnuda verdad, con su impagable costo moral, es lo que confiere fuerza e intensidad a la novela. Lo que la hace a la vez piadosa y desorbitada, con las estridencias propias de un brusco y acelerado cambio social. Es entonces la más personal y dolorosa de las que ha escrito Laura Restrepo (1950) pero a la vez la más cómica y desopilante, como en las escenas donde Agustina visita el apartamento de la primera mujer de Aguilar.

El abuelo no se suicidó: se fue a Alemania. El padre no tomó las fotos ni fue amante de su cuñada. Fue el hijo mayor, y la modelo no es la tía sino una sirvienta. En ese mar de equívocos interesados ya no reconocemos el delgado hilo que nos pueda conducir a la verdad, máxime si es una loca cuya madre miente la que nos lleva de la mano, revelación tras revelación.

Pero el delirio esquizofrénico de Agustina resulta la consecuencia lógica de tanto fingir lo que no somos y una metáfora justa de este país donde el hambre y la venganza, la retaliación y la masacre, el rencor y las falsas pretensiones tratan de ocultar en vano una llaga siempre abierta: la de la infinita desigualdad. Ya lo dirá de modo irrefutable el propio Pablo Escobar en la novela:

“Qué pobres son los ricos de este país, amigo Midas, qué pobres son los ricos de este país (p. 82)”.

El ropón de lujo para los bautismos y la naturalidad para pasear sus perros ya no serán los únicos signos distintivos de la gente bien. Bien en el sentido, claro está, de quienes tienen bienes. Lo artificioso de un idioma ingenioso y la clínica despreocupación sobre el valor de la vida misma es algo que en esta novela ha traído al primer plano, en creativo exorcismo. Si el delirio carece de memoria, esta indagación hábil y recursiva nos ofrece, como saldo favorable de una escritora que latió con sus gentes a esos fantasmas recurrentes.

Su pulso firme de narradora eficaz volvió la dura vida perdurable ficción.

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