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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007

Santiago Roncagliolo / blog
wikipedia

Libros:
Jet Lag (Alfaguara, 2007)
Reseñas:
Por la tormenta en un vaso
Abril Rojo (Alfaguara, 2007)
Reseñas:
Por Noé Cárdenas (Letras libres)
Pudor (Alfaguara, 2005)
Por Omar Gerrero
Crecer es un oficio triste
El príncipe de los caimanes

Textos en internet:
El pasajero de al lado (Barcelonareview)
Hospital (los noveles)
En Letras Libres

Un abril sin primavera
A propósito de Abril rojo

Por Santiago Roncagliolo

Crecí en una familia de exiliados. Mis compañeritos de juegos eran otros exiliaditos de Chile, Argentina, Centroamérica o Uruguay. Íbamos al colegio con camisetas del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Jugábamos a la “guerra popular”. Y sobre todo, aunque las conversaciones de los mayores eran complicadas, entendíamos que algún día haríamos una revolución, fuese lo que fuese eso.

Aún era un niño cuando regresé al Perú. Y fue confuso, porque resultó que ya había una revolución en marcha. La realizaba Sendero Luminoso, y no se parecía a las cosas lindas que nos habían dicho de ella. Para la clase media de Lima, la revolución estaba hecha de apagones, miedo, bombas y muertos. Y para los campesinos, de cosas mucho peores.

Años después, trabajé como empleado público en una institución de derechos humanos. Hablé con inocentes que cumplían condenas; torturados y familiares de desaparecidos. Y descubrí que el Estado no había sido muy diferente a los revolucionarios a los que supuestamente combatía. Recuerdo la historia de un miembro de Sendero que había asesinado a sangre fría a decenas de personas. Cumplía condena en el penal de máxima seguridad de Yanamayo. Un día llegó la policía a realizar un registro. Este preso se negó a entregarles una pequeña radio que era su único entretenimiento. En respuesta, lo violaron con garrotes policiales. En mi trabajo, informes de ese tipo circulaban frecuentemente, y me hacían cuestionarme a diario la diferencia entre el bien y el mal. Es difícil escoger quiénes son tus asesinos favoritos.

Pasé años tratando de decidir cómo escribir al respecto. El horror es un reto difícil para un narrador, precisamente porque comienza donde terminan las palabras. Tardé mucho tiempo en buscar un registro razonable para hablar de lo que sentía, algo que no fuese repugnante ni tuviese moralejas que nadie me había pedido.

La solución me llegó de la mano de una película llamada From Hell, con Johnny Depp. La película narraba la historia de Jack el Destripador, y a partir de ella, describía a la sociedad inglesa de finales del siglo xix: una sociedad enferma, que se veía como un elegante imperio victoriano pero se alimentaba de las prostitutas de los barrios pobres. La película estaba basada en una historieta homónima de Alan Moore, que busqué y devoré en una biblioteca pública. Cuando terminé de leerla, supe que yo quería escribir algo así.

La sociedad peruana de la que yo quería hablar –y la colombiana, y la argentina, y muchas otras en distintos momentos de su historia– era una sociedad de psicópatas: un mundo en que todos se habían convertido en asesinos en serie, y matar era la única manera de vivir. Así que decidí escribir una historia de asesinatos en serie.

Tenía el escenario perfecto para un thriller. Ayacucho, epicentro de la violencia durante los años ochenta, ha sido el centro de muchas revoluciones desde Tupac Amaru hasta la actualidad. Y a la vez, es un lugar muy religioso, y por lo tanto, con una vistosa cultura de la muerte que se manifiesta sobre todo en su siniestra celebración de la semana santa. Hay una noche, por ejemplo, en la que se apagan las luces de la ciudad. Cristo desnudo y ensangrentado es paseado por la plaza en una urna de cristal, y su figura tocada por la corona de espinas parece navegar en la oscuridad, entre las velas blancas de los fieles. Otro día es la procesión de una virgen con el pecho atravesado por siete puñaladas. Realmente, no se podía pedir más para ambientar una historia de asesinatos. Un crimen cada día de la semana santa, y la estructura de la novela quedaba resuelta.

Finalmente, necesitaba al investigador. Y entonces surgió el fiscal distrital adjunto de la provincia de Huamanga, Félix Chacaltana Saldívar, un hombre completamente ridículo, que viene de Lima con muchas ideas sobre cómo debería ser el mundo y ninguna sobre cómo es, al que la realidad le estalla en la cara por mucho que intenta no verla. Es decir, yo mismo cuando era empleado público.

Creo que las novelas se alimentan de lo que su autor vive, lee e imagina. Y esa combinación de elementos me permitía jugar con mis vivencias personales, mis thrillers favoritos, mi gusto por la sangre y la violencia, y la historia de mi país (en el fondo, la historia de todas las guerras). Había concebido un universo en el que era capaz de moverme con comodidad. Los elementos de ambientación surgían de un modo natural, y la mayoría de los problemas técnicos se resolvían solos.

Sabía, por ejemplo, cómo escribiría el fiscal Chacaltana, porque sólo podía hacerlo de una manera. Una mañana, sin pensarlo demasiado –quizá porque llevaba incubando cinco años– abrí mi computadora y escribí: “Con fecha miércoles 8 de marzo de 2000, en circunstancias en que transitaba por las inmediaciones de su domicilio en la localidad de Quinua, Justino Mayta Carazo (31) encontró un cadáver”.

Tres meses después, tenía una novela llamada Abril rojo.

(Abril rojo, Alfaguara, 2006)

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