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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007

Rodrigo Hasbún

Libros:
Cinco (Gente común, 2006)
Reseñas:
Por Leonardo de la Torre

Entrevistas:
Con revista OH

Aprendizaje
A propósito de Cinco

Por Rodrigo Hasbún

Esos cuentos iban saliendo solos, era un poco como si ya estuvieran escritos. Posiblemente la distancia ayudaba. No había pudor ni miedo de herir a nadie, podía hablar de su gente y de sí mismo como si todo fuera inventado. De pronto, quizá debido justamente a la distancia, había surgido la necesidad de hacerlo. Esa chica, le preguntó la mujer que lo visitaba a veces, una mujer que tenía novio y una vida hecha, ¿hacía de verdad eso que cuentas? Mucho tiempo antes, en su ciudad, su madre había encontrado casualmente el diario de la criada y le había pedido a él que lo revisara y le dijera luego. Estaba segura de que robaba, necesitaba constatarlo. El diario como compañía y constancia. El diario como álbum privado de momentos que palidecen pronto, que desaparecen antes de que se sepa que desaparecen. En la mayoría de las páginas la criada describía minuciosamente cómo la poseían el portero del edificio y los jardineros y el señor de la tienda de la esquina cuando la familia salía. Después de leerlo, al día siguiente, se cruzó con casi todos ellos. Era raro verlos bajo esa luz. También resultaba inquietante echarse en su cama sabiendo que ahí habían cogido desconocidos. La mujer que lo visitaba a veces, en la ciudad prestada, preguntó entonces, desnuda a su lado, cómo funcionaba el asunto de la servidumbre al otro lado del mundo. Son chicas del campo que trabajan en casas de la ciudad, dijo él. ¿Duermen en esas casas? Había un montón de historias y se perdía en ellas. Su mejor amigo se había enamorado de la suya, su tío tenía una hija con una que trabajó en casa de sus abuelos décadas atrás. También estaban las que envenenaban a las familias y las que en secreto se probaban la ropa de sus señoras y las que trabajaban en combinación con ladrones domiciliarios. Muchachas solas y pobres perdidas en casas enormes en las que sí dormían. Pero a él ya no le interesaba contar esas historias, con una bastaba. Y la mujer le decía te vas, te pierdes, y las palabras lo devolvían a ella, lo único que tenía en ese tiempo aparte de los cuentos. Meses después, cuando empezara a sentirla lejos, escribiría uno que por primera vez sucedía en la nueva ciudad. Retrataba el último encuentro de una pareja de amantes. Él era un escritor primerizo, un inmigrante iluso y solitario. Ella una estudiante de Bellas Artes que había empezado a quererlo pero aun así lo abandonaría pronto, porque las mentiras empezaban a pesar y porque el novio empezaba a darse cuenta de las mentiras. Terminó de leerlo y la mujer esta vez no hizo preguntas y más tarde lloró. Es un cuento muy triste, decía, es un cuento horriblemente triste, yo nunca permitiré que nos suceda a nosotros, nosotros jamás dejaremos de vernos. En la presentación del libro que lo contenía y que contenía también el de la criada, menos de un año después, de regreso en su ciudad, pensaba en ella y mientras leía el cuento, la sala expectante, en silencio, la recordaba así, esgrimiendo promesas inútiles, llorando como una niña. Ahora ninguno sabía nada del otro y la gente aplaudió efusivamente apenas terminó de leer. El aprendizaje de ese tiempo, los cuentos que iban saliendo solos. Su cuerpo desnudo, sus preguntas. Su sonrisa. Un primer libro y lo que él jamás dejaría de ver detrás y lo que nadie más vería. De la criada tampoco volvió a saber nada. Hay que ocultarse. Hay que resguardar lo poco que queda. Protegerse. Disimular.

(Cinco, Gente Común, 2006)

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