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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007

Ricardo Silva / página personal
wikipedia

Libros:
En orden de estatura (Norma, 2007) [eskape]
El hombre de los mil nombres (Seix Baral, 2006) [eskape]
Parece que va a llover (Seix Barral, 2005)
Tic (Seix Barral, 2003)
Relato de Navidad en la Gran Vía (Alfaguara, 2001)

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Reseñas de cine (Semana)

Entrevistas:
Con Yolanda Reyes

 

Bautizar
A propósito de En orden de estatura

Por Ricardo Silva Romero

A la larga soy una suma de títulos. A la gente que me rodea (que me rodea, dicho sea de paso, para que no me escape de mí mismo) le será fácil hallar un par de gestos para definirme. Pero a los que no tienen ni idea de quién soy (que son, si somos realistas, un poco menos del ciento por ciento del mundo conocido), lo único que podría servirles como presentación es saber que redacté, no sé a qué horas ni con qué cabeza, un libro de cuentos que se llama Sobre la tela de una araña, un poemario que se titula Terranía y una serie de novelas que responden a los nombres de Relato de Navidad en La Gran Vía, Tic, Parece que va a llover, El hombre de los mil nombres y En orden de estatura. Así es. Eso es lo que he hecho desde que me pidieron ser una persona. Si dejara de ser el hijo, el hermano, el amigo de alguien, sería ese que va por ahí coleccionando títulos como un niño que se echa piedritas curiosas entre los bolsillos.

He aprendido con el paso de los títulos (gracias, tal vez, a que tantas personas me dicen “Rodrigo”) a reaccionar desapasionadamente cuando alguien me dice que le impresionaron los poemas de Serranías, que acaba de leerse Tac o que le costó trabajo leer El nombre de los mil hombres: mi ego está entrenado, a estas alturas, para encoger los hombros cuando algo me recuerda que a la larga soy una suma de títulos que pocos recuerdan palabra por palabra. Y si digo que “he aprendido”, si digo que “mi ego está entrenado”, es porque no es nada fácil bautizar un libro. Se corre el riesgo de ser ingenioso. Se tiene la tentación de decirlo todo. Se pierden los nervios, se pasan vergüenzas, se ponen en juego relaciones. Y al final, cuando uno da con el bendito nombre, ya no queda nada por hacer. Tomemos, como ejemplo, el caso que tengo más fresco. Me costó más de la cuenta llegar a En orden de estatura porque en un momento dado, y por primera vez en mi carrera de rotulador, me di cuenta de lo obvio: de que la novela va a ser eso, nada más ni nada menos que eso (que va a ser leída así, que de eso va a tratarse) hasta que yo no esté aquí para saberlo.

Yo no sé qué debe hacerse. Aún no he consultado los manuales. Pero siempre he tratado que los títulos le adviertan al lector lo que va a encontrarse cuando pise la primera página. He preferido ser descriptivo a ser ingenioso. Me he sentido más cómodo con lo que he descubierto que con lo que he buscado. Y me he hecho quemar vivo cuando (como con Tic o con Parece que va a llover) se me ha discutido la efectividad de un nombre en el que creo a ciegas porque me vino a la cabeza mucho antes de escribir la primera línea de la historia. A veces me pongo a pensar en cómo se llaman las novelas que más me gustan, El conde de Montecristo, Alicia en el país de las maravillas, La metamorfosis, para caer en cuenta de que los títulos en realidad son buenos (“aunque nada del otro mundo”, pienso) porque tienen la suerte de pertenecerles a libros tan buenos. Cuando llegan los informes de ventas me digo a mi mismo que El código Da Vinci no vende lo que vende porque se llame El código Da Vinci. Puedo llegar a preocuparme, en suma, por haber puesto un título que haya ahuyentado a un par de lectores. Pero jamás me he avergonzado de mis bautizos.

En orden de estatura, decía, es el título que más me ha costado encontrarme por el camino. Quizá porque iba a ser una novela leída por niños, tal vez porque no quería desilusionar a la editora, Cristina Puerta Duviau, que me convenció de escribirla (y que así, de paso, me salvó de irme de mí mismo), tardé meses en entender por qué tenía que llamarse de esa manera. Consulté a la gente que me rodea. Pregunté por ahí. Pregunté por allá. Le puse Cosa por cosa cuando pensé que era una aventura de esas en las que el protagonista tiene la misión de encontrar un tesoro. La llamé El niño viejo mientras creí que era el retrato de un personaje sabio antes de tiempo. Estuve casi seguro de ponerle Todo va a estar bien, una frase mitad triste, mitad esperanzadora, porque me dio la impresión de que era la frase que el héroe del relato se decía a sí mismo todo el tiempo. Y un día, después de ensayar unas cincuenta posibilidades más, la frase aquella del colegio (“fórmense en orden de estatura”) describió mejor que cualquier otra lo que encuentra uno desde la página primera de la novela.

Que es, en pocas palabras, el insólito duelo de un niño con gestos de viejo, un niño bajito más niño que los demás, que va por ahí recolectando las cosas que lo hacen ser la persona que es. Y que le pide a Dios, en el entierro de su abuela, que no lo haga nunca más alto que sus papás. Que por favor no les llene de cambios esa familia de tres. Que les conceda el imposible de vivir siempre en orden de estatura.

(En orden de estatura, Norma, 2007)

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