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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007

Jorge Volpi / blog
wikipedia / inba

Libros:
A pesar del oscuro silencio (1993)
La paz de los sepulcros (1995)
El temperamento melancólico (1996)
En busca de Klingsor (Seix Barral, 1999)
Reseñas:
Por Luis Fonseca
El fin de la locura (Seix Barral, 2003)
No será la tierra (Alfaguara, 2006)

Textos en internet:
En Letras Libres

Entrevistas:
Con Anna Solana y Mercedes Serna

 

 

Encuentro en Copenhage

Por Jorge Volpi

A partir del surgimiento de la física moderna, ha quedado demostrado que la relación entre un observador –un científico, un lector– y el objeto de su observación –el universo, real o literario– no es aséptica ni objetiva. Por el contrario, siempre que un sujeto trata de contemplar la realidad, ésta termina siendo modificada por su mirada. Del mismo modo, tampoco es posible determinar el sentido de una obra: cada quién lo modela de acuerdo con sus propios antecedentes y puntos de vista. Y si esto ocurre así, el efecto se acentúa cuando el azar, ese otro atributo esencial de la física moderna, establece una secreta complicidad entre una obra y un lector. Por esta razón, mi visión de la pieza teatral Copenhague, del dramaturgo y novelista inglés Michael Frayn, no es inocente: mi lectura refleja tanto sobre mí como sobre la propia obra que trato de analizar.

La situación no puede ser más paradójica: la obra de Frayn fue estrenada en el Real Teatro Nacional de Londres, en mayo de 1998. En esas mismas fechas, y sin que tuviese conocimiento de este dato, yo concluía la última parte de la novela En busca de Klingsor, a la cual me había dedicado durante los últimos cinco años, y cuyo manuscrito entregaría a fines de noviembre a la editorial Seix Barral. Unos meses más tarde, en abril de 1999, la novela sería publicada tras obtener el recién recuperado Premio Biblioteca Breve. Sin embargo, no sería sino hasta junio o julio, gracias a la recomendación de varios amigos que habían estado en Londres en esa época –y particularmente a la generosa intervención de Carlos Fuentes, quien en una nota periodística se encargó de comentar el asunto–, que yo mismo descubrí el extraño vínculo que me unía a Frayn, al cual por entonces yo no conocía. Por una de esas casualidades que ocurren frecuentemente en el incierto territorio de la literatura, tanto la pieza de Frayn como En busca de Klingsor recreaban un mismo suceso histórico: el encuentro sostenido en Copenhague, en septiembre de 1941, entre dos de los físicos más importantes del siglo xx: el danés Niels Bohr y su antiguo alumno y amigo, el alemán Werner Heisenberg.

Cuando finalmente tuve en mis manos un ejemplar impreso de Copenhague, mi sorpresa no pudo ser mayor. En efecto, las páginas de Frayn tenían como protagonistas a Heisenberg y Bohr, así como a la esposa de este último, Margrethe, y ponían en escena exactamente la misma cita que yo había recreado en las páginas de la novela. Y aunque en realidad En busca de Klingsor toca muchos otros temas, debido a su extensión y a la diferencia sustancial que existe entre una obra narrativa y otra teatral, lo cierto es que uno de los nudos de la acción novelística se centra en ese mismo episodio. No se trata, desde luego, de la primera ocasión en la cual dos escritores abordan, sin saberlo, un mismo asunto; sin embargo, no deja de ser notable que dos autores de medios, tradiciones literarias y educaciones tan distintas –un británico de 66 años y un mexicano de 30– aborden, con presupuestos dramáticos semejantes, un momento de la historia de la ciencia –algo todavía más insólito–, del cual ambos se encuentran, en apariencia, igualmente alejados.

Una primera explicación de esta coincidencia, tal como ha quedado documentado en las notas finales tanto de Copenhague como de En busca de Klingsor, radica en que, en uno y otro caso, se utilizaron las mismas fuentes: la autobiografía del propio Heisenberg, Physics and Beyond (Harper & Row, 1971); la muy notable biografía del físico escrita por David Cassidy, Uncertainty (Freeman, 1992); la biografía de Bohr de Abraham Pais (Oxford University Press, 1991) y, en especial, la absorbente y documentada investigación de Thomas Powers, Heisenberg’s War (Cape, 1993; Penguin, 1994). De hecho, el propio Frayn escribió en el cuidadoso post-scriptum a su obra un comentario sobre el trabajo de Powers que, de alguna manera, predecía una situación que ya estaba en proceso: “Lo recomiendo particularmente a otros dramaturgos y guionistas; aquí todavía hay material para muchas más piezas y películas”.

No obstante, creo que las lecturas coincidentes no bastan para explicar el fenómeno. Pienso, más bien, que la propia naturaleza del encuentro entre Bohr y Heisenberg en Copenhague, justo en el momento en que se decidía el futuro de la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, del mundo, posee elementos que permiten una mejor comprensión no sólo del elusivo carácter de sus protagonistas, sino de algunas de las claves científicas y morales del siglo xx. Si una palabra define el carácter del episodio, ésta es “incertidumbre”. O, para no desvirtuar el término –algo que tanto los científicos como los escritores deben temer constantemente–, “ambigüedad”, “indeterminación” o, simplemente, “misterio”. A fin de no repetir los detalles de una situación que se describe a profundidad en todas las obras antes mencionadas, me limito aquí a hacer un breve resumen de los hechos.

En 1941, dos de los principales creadores de la teoría cuántica, Niels Bohr y Werner Heisenberg, antiguos maestro y alumno, ahora ambos Premios Nobel de Física y amigos de toda la vida, se encuentran en bandos opuestos: Bohr, como ciudadano de un país invadido “pacíficamente” por los nazis: Dinamarca; Heisenberg, como uno de los responsables del proyecto atómico alemán. Las circunstancias, pues, los separan inevitablemente; uno está entre los vencidos, el otro entre los vencedores (al menos a mediados de 1941). Otro inconveniente: desde que en 1939 Otto Hahn y su equipo descubriesen la fisión atómica, y de que Bohr y Wheeler la estudiasen en un importante artículo de ese mismo año, los científicos de todo el mundo, y particularmente los alemanes, se han dado a la tarea de estudiar la posibilidad de construir un arma a partir de las enormes cantidades de energía liberada en dicho proceso. En la Alemania de Hitler, Heisenberg recibe el encargo de determinar la viabilidad de este proyecto. Es entonces cuando, después de atravesar numerosos problemas con la jerarquía nazi, Heisenberg se decide a visitar a su antiguo profesor en Copenhague, con el pretexto de impartir unas conferencias en el Instituto Alemán de la ciudad ocupada.

Después de varios ruegos, Heisenberg –quien no ha sido particularmente cuidadoso a la hora de relacionarse con sus colegas daneses– por fin convence a Bohr de tener un encuentro “en privado”. Según la costumbre del danés, ambos dan un largo paseo por Faedellpark, al término del cual su amistad se ha terminado violentamente. Bohr está furioso y Heisenberg no acierta a convencerlo de sus buenas intenciones.

Y aquí está el misterio: nadie, excepto los dos involucrados, sabe qué fue lo que se dijo en aquella tarde de septiembre de 1941 en Faedellpark. Al término de la guerra, para colmo, los testimonios de ambos serán vagos, ambiguos y en ocasiones contradictorios. A ciencia cierta, no se sabe si Heisenberg: a) actuaba como emisario de Hitler para obtener información de Bohr sobre el programa atómico aliado; b) quería proponerle a Bohr que fuesen ellos, los científicos, quienes debían decidir el futuro de la investigación atómica en el mundo, lo que equivalía a un compromiso mutuo para retrasar o impedir la construcción de bombas atómicas; o c) simplemente necesitaba un consejo de Bohr sobre la responsabilidad que ha de tener un físico a la hora de trabajar en un proyecto que podría tener como consecuencia la construcción de armas de gran poder destructivo.

Esta “ambigüedad” ha tenido una doble consecuencia: por un lado, ha vuelto imposible determinar, con precisión, cuál fue el papel de Heisenberg durante la guerra; y, por el otro, ha introducido la necesidad de evaluar de nuevo el carácter moral de la ciencia. Por si esto no fuera suficiente, al término de la guerra las versiones sobre la actividad de Heisenberg durante el nazismo se enredaron todavía más: en una entrevista con el periodista, Robert Junkt –al cual por cierto Frayn no menciona en su muy informado post-scriptum–, éste aceptó la sugerencia de su interlocutor según la cual él, Heisenberg, hubiese estado dispuesto a sabotear el programa atómico alemán en caso de ser necesario con tal de no entregarle un bomba atómica a Hitler. Sin embargo, esta idea no concuerda demasiado con otros fragmentos de la vida del físico alemán, como su trato cercano con jerarcas nazis como Himmler o Speer, o la protección de la que disfrutó durante todo el final del régimen nazi, incluso cuando amigos cercanos suyos sufrían la persecución por estar relacionados con la conspiración de julio de 1944 que trató de poner fin a la vida de Hitler, sin éxito.

Para colmo, hace apenas unos años por fin fue posible tener acceso a las transcripciones completas de los llamados “expedientes de Farm Hall”. Resulta que, en 1945, después de ser capturados por los miembros de la misión norteamericana Alsos, los miembros del equipo atómico alemán fueron conducidos, por razones de seguridad, a Escocia. Ahí fueron internados en una granja, Farm Hall, y todas sus charlas fueron grabadas con micrófonos ocultos. Lo curioso del caso es que, poco después de enterarse de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, Heisenberg fue capaz de explicarle a Otto Hahn su funcionamiento, lo cual reforzaría la idea de que intencionalmente ralentizó el programa atómico alemán. No obstante, aun con estos argumentos, numerosos críticos dudan de la veracidad de esta posibilidad.

En cualquier caso, más allá de los detalles precisos que permitan rearmar el rompecabezas que defina la actitud de Heisenberg durante la guerra –un proceso quizás irresoluble–, lo más atractivo del caso es que plantea incontables dilemas morales que siguen siendo válidos en nuestros días. La pregunta “¿cuál es la responsabilidad moral de la ciencia?” sigue estando abierta. Pero hay más: ¿Cómo debe oponerse un individuo a la tiranía? ¿Hasta dónde es legítimo el derecho a luchar por el propio país? ¿Es peor Heisenberg por trabajar para Hitler, sin éxito, que los científicos que colaboraron en el proyecto Manhattan y que en realidad contribuyeron a la muerte de miles de personas inocentes en Hiroshima y Nagazaki?

No es el caso repetir, aquí, cuáles fueron las soluciones que encontré para abordar este asunto en En busca de Klingsor. Baste decir que, al igual que Frayn, traté de conservar la ambigüedad –la incertidumbre, hélas!– que rodea a la conducta de Heisenberg pero que, a diferencia de Frayn, mi opinión sobre él se ve tamizada por el odio que el narrador de la novela –un inexistente Gustav Links– dirige contra el físico muniqués con el fin de achacarle sus propias culpas. No obstante, debo reconocer que mi punto de vista sobre Heisenberg es menos positivo que el de Frayn.

Como dije antes, Copenhague tiene sólo tres personajes y está dividida en dos actos. Para poder referirse con más facilidad a todos los acontecimientos del pasado que los engloban, Frayn ha utilizado el recurso de hacer que Bohr, Heisenberg y Margrethe se encuentren de nuevo cuando ya están muertos. Haciendo un uso metafórico del principio de incertidumbre –ya sugerido por Cassidy en su biografía–, la pieza gira en torno a la misteriosa conversación de Heisenberg y Bohr en 1941. En torno a este centro, los tres personajes reconstruyen toda la historia de la física cuántica y, por tanto, la historia de sus propias vidas. Frayn, siendo fiel a sus postulados, no ofrece una conclusión definitiva: en sucesivas aproximaciones, que funcionan casi como teorías que luego se completan y refutan, ofrece tres explicaciones, todas posibles, aunque al final no deja de mostrar –a pesar de la rica complejidad psicológica de su personaje– cierta afinidad con Heisenberg. Al final, éste hace una afirmación contundente y, a la vez, conmovedora: “Necesitaríamos una extraña nueva ética cuántica”, dice. El drama científico se vuelve, en última instancia, humano. En medio del dilema entre un villano o un héroe, Frayn ha revelado una tercera posibilidad, una tercera lectura de sus actos, tan imposible de demostrar como las otras, pero con fuerza suficiente para resultar verosímil. Heisenberg, el director del programa atómico alemán, no es en este caso muy diferente del resto de nosotros: en el fondo, no es sino un ser humano más, débil e inseguro –ambiguo, incierto–, un niño perdido en la irracionalidad de la guerra y del mal.

(En busca de Klingsor, Seix-Barral, 1999)

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