Revista de Libros |
No. 12 l Agosto 2007 |
Claudia Hernández Libros: Textos en internet: |
Eco de una ciudad ajena Por Claudia HernándezPoco después de que llegué a Nueva York, una persona que llevaba muchos años viviendo ahí y se consideraba exitosa quiso hacerme el favor de ahorrarme tiempo cuando comenté que no tenía definida la duración de mi estancia: me advirtió que no iba a triunfar en esa ciudad. Me dijo que a ella llegaban a diario miles de gentes con maletas repletas de sueños que terminaban por irse con las manos vacías, como, tras verme, estaba seguro de que sucedería conmigo. También, que era mejor que no desperdiciara mi esfuerzo y me regresara tan pronto como fuera posible a mi país y tratara de recuperar lo que sea que hubiera dejado por irme allá. Como estaba tan emocionado repitiendo como filosofía propia lo que dicen acerca de la ciudad hasta las canciones que todo mundo conoce, preferí no interrumpirlo para explicarle que no debía preocuparse por mí porque ni había llegado con intenciones de quedarme (nunca paso demasiado tiempo en una ciudad que no es la mía) ni había llevado sueño alguno conmigo que pudiera perder. Supuse que tampoco le importaría demasiado saber que había llegado con la modesta intención de calmar mis nervios, de modo que, en cuanto terminó, le agradecí y avancé en la dirección opuesta a la que me indicó. Preferí confiar en lo que, un par de años atrás, un fotógrafo de esa ciudad me había dicho en un país en el que ambos estábamos de visita: que Nueva York era el tipo de lugar que le gustaría a alguien como yo y que, aunque en ese momento me reía y aseguraba no tener ni planes ni interés por conocerla, él sabía que terminaría por llegar y descubrir de qué me hablaba. Como había llegado en muy malas condiciones, tardé unos días en animarme. Pero, en cuanto comencé a caminarla, me pareció que se acoplaba a mis ansiedades porque hacía que los días duraran en ocupada soledad lo que yo necesitaba que duraran y que las noches colocaran siempre a mi lado a alguien dispuesto a contarme una gran historia, que bien podía ser la peor de sus verdades o la mejor de sus mentiras. Poco a poco, fui entendiendo que, si uno se quedaba el tiempo suficiente para comunicarse con ella en el idioma suyo de gestos y silencios, la ciudad se manifestaba y hasta le entregaba a cada uno lo que necesitaba porque, en el tiempo que estuve, la vi obrar la maravilla de proveer a algunos de las monedas que necesitaban para sentirse triunfadores o de la distancia necesaria para dejar de ser lo que habían sido con la misma generosidad con la que me prodigaba a mí lo necesario para sanar el quebrantado espíritu con el que había llegado. Cuando llegó el momento de convertirme en una de tantas que desparecen de su faz, lamenté que mi pésima memoria –que olvida con facilidad los rostros y los nombres hasta de amigos y familiares, pero recuerda con claridad las sensaciones y todo lo que no sucedió– fuera a borrar el detalle de su rostro extendido sobre las azoteas como borró los rostros de todas las otras ciudades en las que alguna vez estuve y los de las personas que transitan a diario las estaciones de trenes más grandes donde me detenía a ver pasar gente en las horas de mayor tráfico cuando necesitaba sentirme acompañada. No imaginé entonces que, tiempo después del regreso a casa, me encontraría pensando en cosas en las que no reparé mientras estuve en ella y entendiendo que todas las voces que había oído noche tras noche habían estado contándome por separado una misma historia que comencé a escribir –con las limitaciones que el cuerpo enfermo aún me imponía– para mí misma en el íntimo lenguaje en que ella me la había susurrado y resonaba en mí como el eco de esa ciudad ajena. Trabajar ese libro aceleró mi recuperación y me enseñó algo acerca de mí misma y de la literatura –a la que había abandonado– que, de otra manera, quizá no habría visto. También me dejó ver que la Nueva York que no había estado en mis planes no sólo me había dado el placer sencillo de caminar sin tener que estar pendiente de que algo terrible fuera a suceder en la siguiente acera, como en mi ciudad, sino que –aun en la distancia– seguía dándome mucho más de lo que yo habría podido atreverme a pedirle. Con frecuencia pienso que debería llamar al fotógrafo al número que me dejó anotado para comentarle lo que descubrí de ella y para agradecérselo. Si no lo he hecho aún es porque no consigo recordar su nombre. (Olvida uno, Índole editores, 2005) |