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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007

Antonio Ungar / blog

Libros:
Las orejas del lobo (2006) Ediciones B
Zanahorias voladoras (2004) Alfaguara
De ciertos animales tristes (2000) Norma
Trece circos comunes (1999) Norma

Textos en internet:
Hipotéticamente (Café Berlín)
Un muerto es un muerto (Rabodeají)
Sobre Zanahorias Voladoras (Piedepágina)
Ellroy confidencial (Gatopardo)

La escritura de Trece Circos Comunes

Por Antonio Ungar

El primer cuento del libro Trece Circos Comunes se me apareció durante una noche de insomnio, en 1995. Vivía en la casa de mis papás en Bogotá y estudiaba arquitectura en la Nacional. A las tres de la mañana, aburrido de estar en la cama, salí a la calle, prendí un cigarrillo, estuve mirando las estrellas y mientras regresaba a mi cuarto me quedé como hipnotizado mirando la sala. La vi llena de soldados. Soldados de otro tiempo, malheridos, acampando en la ordenada sala de mi familia. Fascinado por la imagen me fui al cuarto, estuve en la cama otra hora y cuando no aguanté más, subí a la buhardilla en donde estaba el computador de la casa y de un solo tirón, hasta que amaneció, escribí el primer borrador del cuento "Un circo para el señor Higueras".

Cuatro meses después, en un bus interurbano camino a Boyacá, me llegó, también de la nada, sin planearlo ni construirlo, el cuento "Macbeth’s Widows Circus", en el que un adolescente perdido en un páramo se encuentra con unas brujas dispuestas a destrozarlo. Al llegar al pueblo de destino lo escribí todo de un tirón en papel. Unas semanas después, en la universidad, fingiendo oír a los profesores, empezó a aparecer "El Circo Mackenzie", primero como una serie de imágenes inconexas de un puente en Nueva York y poco a poco como una historia completa. Apareció a pesar de mi voluntad, sin esfuerzo de mi parte distinto al de “sintonizarme” cada día para escuchar esa voz que me dictaba desde ninguna parte. Lo escribí con la misma actitud que me sirvió para los anteriores: directamente, sin domesticarlo, sin construir un argumento para satisfacer a un eventual lector (e intuyendo que todos eran parte de la misma “familia”).

Antes de hacer mi tesis de arquitectura, en el 97, decidí irme a vivir seis meses al Guainía para trabajar en proyectos sociales. Los seis meses se convirtieron en un año, durante el cual pasé varias semanas en los ríos, sin ver a nadie o solamente en contacto con indígenas que no hablaban español. De regreso a Bogotá fue como si el inmenso poder de la selva y de las gentes que la habitan me hubiera desbaratado por dentro y me hubiera reconstruido con otros valores, con otros ritmos. Estando allá no escribí nada. Cinco meses después de haber regresado se me apareció el único cuento del libro que está relacionado directamente con la manigua, con su fuerza y su tristeza, "El Gran Circo Tandéle", el acto solitario de un negro cuyo circo acampa cerca de un caserío de indígenas.

Las imágenes de los otros cuentos que al final armarían el libro no tienen ninguna relación con la vida en la Orinoquía, pero creo que de no haber sido por ese sacudón vital que la selva me dio, por la distancia con la que se observa todo después de haber estado allá, habría sido imposible escribirlos. Todos siguieron el mismo patrón de los primeros: aparecieron con mucha fuerza, sin pedir permiso, cuando les dio la gana. Una pelea familiar es llevada al extremo y convertida en un espacio de mutilaciones y torturas en "Tres memorables funciones del Circo de la Familia Zanahoria". En "El Circo Manson", un hombre y 27 mujeres montan un espectáculo para provocar a un pastor cuáquero y llevarlo a la muerte; al "Circo Lumani de los Olvidados" solo asisten los desesperados, los desahuciados, que hacen un acto en las graderías antes de linchar a un espectador inocente; en el "Carrousel Silence Circus" el espectáculo está hecho de los delirios de locos peligrosos.

Después de esa primera tanda de escritura pasaron más de seis meses sin que se me apareciera ninguna revelación que valiera la pena. A veces me llegaban destellos de imágenes, insinuaciones. Cuando me descubría intentando usarlas, forzándolas para que cupieran en argumentos planificados “que gustaran”, prefería descartarlas por completo y regresar al silencio. Probablemente no hacerlo habría conducido a cuentos más “ordenados”, más ligeros, más fáciles de leer que los que escribí, pero la familia de los Circos Comunes exigía un tipo de intensidad y honestidad que esas historias no me podían dar. Durante esos meses escribí algunos ensayos, otros cuentos, diálogos. Esperé. En 1998 entré a trabajar en un proyecto de urbanismo para Bogotá cuyas oficinas estaban en la Universidad de los Andes. Para estar cerca me pasé a vivir a Las Torres Blancas, tres edificios del centro, idénticos, muy altos, feos, mal construidos y peligrosos. Vivía en el piso 25, lo que me permitía ver buena parte de la ciudad y de la sabana.

Aprovechando otra vez el insomnio, jalonado por el mismo impulso más fuerte que yo, mirando las luces de la ciudad, escribí los cuentos once y doce: "El Circo del Antropófago", en el que un niño es comido en escena pero nada es lo que parece, y "Samantha Deling", en el que una nudista bogotana del barrio Santafé monta su espectáculo para después escribir historias. Como casi todos los cuentos del libro, escribí estos por la noche, tomando mucho café para poder aguantar el trabajo diario. Después de escribir "Samantha Deling" decidí, no sé por qué, que los Circos Comunes serían trece. Una tarde volví de trabajar y los ascensores de las Torres Blancas estaban dañados. Subiendo los 25 pisos a pie me encontré con un apartamento abierto y completamente destrozado, como si acabara de suceder una tragedia, pero sin ninguna persona. Esa misma noche escribí el borrador de "Circo 13, Torres Blancas", en el que una mujer muy convencional se transforma por las noches y monta en los apartamentos de los solitarios espectáculos que conducen a la desesperación y a la muerte.

Cerrado el último cuento, sentí como si una enfermedad intensa y placentera me abandonara. Dejé quieto el manuscrito dos o tres meses. Después lo releí y me sorprendí de que la intensidad que sentí al escribirlo se mantuviera en muchos momentos de la lectura. Lo corregí hasta considerarlo acabado. Las aventuras que siguieron hasta su publicación son otra historia.

(Trece circos comunes, Norma, 1999)

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