Revista de Libros |
No. 12 l Agosto 2007 |
Antonio García Libros: Textos en internet: |
Un afortunado aprendizaje Por Antonio GarcíaHe estado reflexionando sobre el proceso de tutoría que tuve con Mario Vargas Llosa, llegué a algunas conclusiones que me gustaría compartirles. Lo primero que debo anotar es que no hay gratitudes histéricas tan molestas y nocivas como las que se prolongan indefinidamente en el tiempo. Por eso prometo que cuando en el 2030 me pregunten qué opino del calentamiento global, no responderé: “Aún recuerdo cuando había nieve en Nueva York, en diciembre de 2005, en ese tiempo fui a encontrarme con Mario para la clausura del ciclo de tutorías que tuve con él, etcétera, etcétera”. Y cuando me pregunten por la extinción del oso de anteojos, les juro que no diré: “A propósito, eso me acaba de recordar aquellos tiempos en que Mario se ponía sus anteojos para leer las páginas que yo le llevaba todos los días, en París, en Lima, en Madrid…”. Pero cada vez que vaya a decir algo de Recursos Humanos, mi última novela publicada, definitivamente estaré hablando del afortunado aprendizaje que tuve con él. Al principio estaba bloqueado, pero su sistema está diseñado para rendir frutos, pues con él no cuentan el “estuve investigando” o el “se me ocurrió una idea” así, en el aire. Lo que verdaderamente le importa es que esas investigaciones o ideas se materialicen en páginas, en una historia que se vaya desarrollando mientras se resuelven dudas o necesidades. Por eso sus llamadas casi siempre terminaban con una frase del tipo “bueno, viejo, dale, trabaja duro, me mandas y hablamos el próximo domingo”. Así mismo, la limitación que tienen las sesiones a distancia nos obligaba a aproximaciones más generales, en las que Mario me advertía cuándo una línea dramática se debilitaba o un personaje se volvía borroso, pero recuerdo ocasiones en que me señaló por teléfono cosas como “cambia ‘para la parte de la fábrica’ por ‘para la fábrica’, es más directo”, o “ese diálogo está cortado, termina abruptamente, trata de darle una conclusión”. Sin embargo, nunca sentí que me estuviera imponiendo su forma de hacer literatura, pues él mismo me había dicho “uno en literatura puede hacer cualquier cosa, lo que sea, lo que se le dé la gana, el único requisito es que quede bien hecho”. Su interés no era que las cosas quedaran a su manera sino que quedaran bien. Las sesiones de trabajo vis-à-vis duraban más o menos una semana en que nos encontrábamos a diario. La primera fue en Londres, a comienzos de mayo de 2004, cuando yo llevaba cero páginas. En esa visita me recomendó una larga serie de libros: Balzac, Flaubert, Thomas Mann, Joyce, Svevo, Buzzati..., pero para mí fue una verdadera sorpresa oírlo hablar con propiedad sobre literatura y autores recientes: Sebald, Amis, McEwan, Houellebecq y Bolaño, por ejemplo. Nos reunimos en Octubre, en París, cuando yo ya iba en la cuartilla 106. Mario me pidió que hiciera un boceto general, un andamio de la novela, pues hasta entonces yo escribía como quien escarba en la niebla. “Haz una estructura completa de la historia. Te va a servir como una guía aunque al final termines haciendo algo diferente”. A partir de ese esquema, no sólo yo descubrí la novela que estaba escribiendo, también él tuvo una mejor perspectiva para aconsejarme en el ensamblaje de cada escena. Nos reunimos en Lima, en enero de 2005, cuando yo ya iba por la página 197. Yo estaba escribiendo una página que no cuajaba. Todos los días la trabajaba, pero seguía sin lograr el efecto necesario, pues era una especie de cámara lenta narrativa. Luego de que le hubiera dado vueltas al mismo párrafo una y otra vez, y cuando estaba a punto de rendirme, Mario se quedó pensando, me sugirió un orden de las oraciones y cambiar un par de conectores. Voilà: allí estaba la narración nítida, impecable. En marzo, cuando nos encontramos en Madrid, yo ya estaba bordeando la página 300. Recuerdo que hubo un pasaje en que me dijo: “Aquí, con este adjetivo y esta comparación, te quieres lucir. El lector se sale de la historia y se queda enredado en la pirotecnia de la metáfora”. En esa descubrí algunas partes en que el narrador se pavoneaba por encima de la historia, entorpeciéndola con ribetes que a la postre resultaron ripios barrocos. Así mismo, respetó mi estilo en que a veces, como un jugador de fútbol, me gusta adornarme, sacar una chalaquita, un escorpión. Pero Mario se había reservado la gran lección de literatura para Londres, en la época del Live 8 y los atentados del metro. Durante esa semana releyó la novela completa y me comentó la impresión que le producía cada capítulo, me mostró un par de descripciones que eran muy similares en diferentes partes, en fin, sus observaciones y sugerencias fueron muy útiles. Una vez, durante uno de aquellos viajes, un escritor me dijo: “Ah, tú eres el que se ganó la beca, el asesorado por Vargas Llosa. Debe ser como entrar al Leoncio Prado” remató, divertido, nombrando el colegio militar donde estudió Mario y que sirve de escenario para La ciudad y los perros. Nunca me sentí de esa manera, pues él siempre se las arreglaba para que cada conversación estuviera llena de anécdotas divertidas o interesantes. El contraste más visible entre Mario y el Vargas Llosa pretoriano y solemne que algunos han sabido endilgarle es sin duda su finísimo sentido del humor. No fueron pocas las sesiones en que terminé riendo a carcajadas. Con su gracia sólo compite su generosidad, pues sólo eso explica que me haya elegido a mí por encima de candidatos más sobresalientes. (Recursos humanos, Planeta, 2006) |