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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007

Álvaro Enrigue
en Letras Libres

Libros:
El cementerio de sillas (Lengua de trapo)
Hipotermia (Anagrama)
Reseñas:
Por Christopher Domínguez (Letras Libres)

Textos en internet:
La violencia, el deseo, toda la familia (Etcetera.com)
El genio del desapego (La Jornada)

Entrevistas:
Con Luis García (Literaturas.com)

Cuatro propuestas intercambiables

Por Álvaro Enrigue

Modelos. No sólo no hay recetas para escribir una novela, sino que para levantar cada línea tienes que usar absolutamente todo lo que has leído en toda tu vida. Y luego está el hecho real –cuando menos para mí– de que no todo lo que sirve a la literatura es literario: he aprendido tanto de memorandums del Banco Mundial o de canciones vergonzantes como de los clásicos. No me escandaliza que la literatura se nutra de formatos populares: Suetonio citaba graffitis escritos en los baños y escribió así su Vidas de los Césares, que probablemente sea el libro mejor escrito de la historia de Occidente. Creo que cada historia pide una forma y un tipo de escritura y que lo único que te mantiene escribiendo es la curiosidad por encontrarla. El problema es que cuando un texto de ficción es verdaderamente imaginativo –a un nivel formal– implica su propio aprendizaje. La única manera de encontrar una forma refrescante de narrar es haciéndolo, y para hacerlo hay que aprender en el camino. Así que cada vez que escribes una novela, aprendes a escribir esa novela y nada más.

Caridad. Cuando los escritores, agotados, se empiezan a repetir, cuando se dejan vencer por la fórmula que les concedió algo, están acabados al menos momentáneamente. Pero no lo hacen de manera voluntaria. Ellos quisieran que su prosa tuviera el nervio de antaño, que brillara como el acero con que escribieron tal cuento o tal novela. Y es que la capacidad de traer a la página la linterna que alumbra un área nueva del mundo mediante una prosa tan sensible que parecería salir de la página –la voluptuosidad de la lengua escrita a veces es literal– es un palo de ciego maestro, un golpe de circunstancias que permitió que todo se juntara. Los escritores que rozan el castillo de la literatura son necesariamente irregulares. Esa es una de las lecciones fundamentales de la lectura. Pienso que todo el mundo dice lo que tiene que decir y lo dice de la mejor manera que puede: nadie que pretenda escribir literatura se sienta a hacerlo mal. Nadie se parodia tampoco a sí mismo: sería un disparate económico, aun cuando produzca un éxito monetario. Y ni siquiera se puede pecar de publicación: Hemingway estuvo tratándose de suicidar durante años –nunca jamás lo dejaban solo–, porque sabía que el capricho químico que propició la escritura de sus cuentos geniales de juventud se le había quedado flácido entre las manos y él sabía que no hacía más que imitarse mal aunque sus ventas dijeran otra cosa. Cuando finalmente lo dejaron solo más de diez minutos se disparó con la escopeta en la cabeza. Lo interesante es que tenía en el cajón el original de A Moveable Feast, su mejor, más triste y más honesta novela.

La ficción es un traje de buzo. El neopreno fue un inventazo: una fibra que permite el paso del agua hasta que se satura. Cuando un buzo entra al mar, el neopreno deja pasar unos cinco milímetros del líquido y luego se cierra. El calor del cuerpo se transmite a esa capa de agua, que se convierte en un aislante perfecto. Un buzo en realidad no nada precisamente en el mar o no en todo el mar, sino en uno de cinco milímetros de profundidad perfectamente acoplado al volumen de su cuerpo. José Emilio Pacheco dice que si seguimos leyendo ficción a pesar de la televisión y el cine, de internet y el coche, del diseño como forma de vida, es porque sigue siendo nuestra mejor posibilidad de situarnos completamente en el otro. Tal vez los críticos dieciochescos y decimonónicos que encontraban en la lectura de novelas una pura y peligrosa degradación –la sustitución de la vida por la representación de la vida en sus casos más extremos– estaban en lo cierto: una literatura es una paciente acumulación de registros vida por vida, la memoria de otros que nos van civilizando. Todo el mundo tiene derecho, por supuesto, a su enfermedad mental. A su mal humor, a su cursilería. ¿Cuando leemos una ficción realmente estamos buscando definiciones del alma nacional? ¿El espíritu de un tiempo? Creo que no. Nada de arte y menos arte por alguna causa, incluido el arte; nada de grandes espíritus definiendo grandes misterios; nada total. Sólo registros y de cinco milímetros de profundidad volumétrica: toda una persona, pero nada más. La ficción, en realidad, es un traje de buzo.

Literatura mexicana reciente. La generación del 32 puso en la mesa el único gesto revolucionario que tuvo la literatura mexicana del siglo xx: el juego de espejos entre ficción y autobiografía; la disolución de los géneros del ensayo, la novela y las memorias en un solo magma gobernado por estilos vigorosos y precisos. Salvador Elizondo en el Cuaderno de Escritura o en Elisnor, Alejandro Rossi en la mayor parte de sus cuentos y en Edén, vida imaginaria, Margo Glantz en Las Genealogías o Sergio Pitol en El arte de la fuga o El viaje han abierto esa puerta que las nuevas generaciones no se han atrevido a capitalizar. Antonio José Ponte, un escritor cubano, es a la fecha el único heredero digno de ellos. Nosotros hemos sido mucho más conservadores, cuando no timoratos.

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