La estrellita más brillante de todas Rosario Caicedo
En el reciente lanzamiento de El cuento de mi vida, libro de textos inéditos de Andrés Caicedo, su hermana leyó este relato donde nos muestra cómo el joven autor caleño consiguió hacer de cada momento de su vida un cuento.
A finales de septiembre de 1974, Andrés mi hermano y Luís Ospina viajaron a Nueva York para asistir al famoso festival de cine del Lincoln Center. Yo, de 24 años, me acababa de trasladar junto con el que entonces era mi esposo a New Haven, una bella ciudad universitaria de Connecticut, a una hora y media de New York. Cuando Andrés me llamó, yo armé mi pequeño maletín y al otro día, en tren, viajé a encontrarlo y a quedarme por dos días con ellos a ver cine.
Hay un dato que deben saber en este cuento: el viaje de New Haven a New York es algo tan tradicional en Nueva Inglaterra como las casas blancas de madera y los hermosos colores de los árboles en el otoño. El tren sale de New Haven, su punto de partida, y entra una hora y 45 minutos después a la mítica Grand Central Station –en el corazón de Manhattan–. Los vagones, que salen casi vacíos de New Haven, se van llenando en cada parada hasta que al llegar a su destino, cuando el tren se para después de tener a los pasajeros por unos pocos segundos en una oscuridad total, las puertas se abren y uno sale a un mar urbano lleno de una multitud diversa y rápida. Ese tren –The New Haven Line– como se ha llamado desde sus comienzos, llega siempre al mismo sitio, al mismo pasillo de entrada.
Por décadas, en esos trenes, superficialmente nada ha cambiado. Fue en uno de ellos, a finales de septiembre de 1974 (Andrés cumplió sus 23 años en NY) que yo salí a encontrarlo. Como mi miopía me ha dejado ver poco y las multitudes no ayudaban, yo no lo pude ver a él, pero él a mí sí. Yo lo supe porque en medio del bullicio, de pisadas apresuradas, de niños pidiendo algo, siempre algo, oí su voz inconfundible: ¡Rosarito, Rosarito!, y yo alzando la vista me encuentro con un Andrés, mi Andrés, corriendo veloz entre todo el mundo, y llegando hasta mí, abrazándome y diciéndome: Estás aquí, finalmente… y de repente me levanta como una pluma y me lleva corriendo hacia esa imponente sala principal de la estación: la puerta de entrada inolvidable para una ciudad que se la merece, y él cargándome, riéndose a carcajadas, tartamudeando y alzando la mano hacia el bellísimo dibujo del cielo nocturno del techo de la estación, me dice: Rosarito mira las estrellas, mira el cielo más bonito que cualquier noche estrellada.
Y él y yo dando vueltas, Andrés diciendo algo como imagínate que tú y yo somos Fred Astaire y Ginger Rogers: Andrés, que nunca pudo bailar sin esfuerzo… y yo riéndome con él mientras él mencionaba apropiadamente a Peter Pan y Wendy volando, volando por el cielo: Rosarito –vueltas y más vueltas–, la gente a nuestro alrededor como si aquí no hubiera pasado nada –vueltas y más vueltas– Rosarito, mira, toca las estrellas, tú la estrellita más brillante de todas. Y él me coge de la mano, me la alza hacia el cielo dorado y azul y yo ya capturada por la presencia efímera de su felicidad alzo la mano y le acepto el regalo, con su danza y su risa a carcajadas, al llamarme: la estrellita más grande de todas...oh, cuento bien contado, yo, convertida en parte de la galaxia, la única oportunidad de poder alcanzar lo que Margarita, la heroína de Rubén Darío le mostró a su padre, yo, tocando la tierra, sentí la textura, el color, la luz de la estrella de mentiras, obsequio eterno, recuerdo indescriptible de mi hermano.
Y con mi mano cerrada, y la estrella bien cogida, Andrés me depositó de nuevo en el suelo inundado de pies. Recuerdo, gracias, Andrés, que me ha ayudado no sólo a vivir, sino a sobrevivir, porque para mí los recuerdos, los malos y los buenos, son como era la red para los trapecistas y los caminadores de la cuerda floja en esos circos polvorientos con olor a aserrín de nuestra infancia: en la caída fatídica te atrapan, te sueltan, te hacen saltar y con un rebote milagroso te devuelven a la vida. Y tú hasta te sonríes después del susto.
Todavía conservo la brillantez imperecedera de esa estrella imaginada por ese escritor disciplinado, lleno de angustia y de pesadillas aterradoras, que en un momento veloz, como su vida, bailó, voló, y me llevó con él a ver el mundo desde arriba…
Nunca supieron mis hijos (y no creo que sea sólo coincidencia que los dos vivan en Nueva York) que los viajes a esa ciudad (que los norteamericanos llaman The City, tan famosa desde una costa a otra que no necesita nombre propio, como Dios) con ellos, siempre en el mismo tren, depositándonos en el mismo pasillo, caminando por la misma plataforma, pasando por el mismo sitio por donde Andrés me alzó –llegando a la entrada con su cielo interno– mi mano siempre levantada, siempre diciéndoles hasta ahora: miren niñitos, miren las estrellas tan brillantes; todos esos viajes preparados con el cuidado meticuloso de un personaje de Graham Greene abordando el Expreso del Oriente; esos viajes, aparte de excursiones a museos interminables, a danzas de todo tipo, a marchas de protesta contra esto y lo otro, a obras teatrales donde juiciosamente los dos se quedaban dormidos; en todos esos viajes, aparte de un deseo verdadero de mostrarles el mundo, mi meta principal era volver a volar con mi hermano, volver a atrapar el pasado, volver a sentir la felicidad de Andrés, su deseo de vivir, su deseo de hacer la red de mis recuerdos más fuerte, más segura, la red tejida en parte por él, puntada a puntada, angustia tras angustia, risa tras risa, cuento tras cuento, la red que me ha rescatado, caída tras caída, mi manto protector.D
Ilustración de Luisa Uribe
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