| Inicio | Contenido | Contáctenos | Información sobre suscripciones | Paute en piedepágina 
Revista de Libros
No. 1 Diciembre 2004

Zanahorias Voladoras
Crónica de la escritura de una novela
Por Antonio Ungar

La novela de Antonio Ungar es la crónica de la escritura de sí misma. Claro que lo que allí se cuenta se supone que es ficción. Le pedimos que nos contara cómo fue que finalmente, después de cinco años de intentarlo, había conseguido reunir más de cien páginas sobre un mismo asunto para entregarle a las editoriales. Ustedes verán qué creen y que no.

Estoy solo en una casita en las afueras de la ciudad de Cuernavaca, en México. Afuera sólo hay campo, dos perros, gallinas que se cagan en todos lados. Hace tres meses que vivo aquí, aislado de todo, convencido de que el silencio del campo, la soledad, la completa austeridad material (no tengo radio, ni televisor, ni carro, para llegar al supermercado más cercano tengo que caminar más de media hora), harán que por fin termine alguna de las muchas novelas que he empezado durante los últimos cuatro años.

Por supuesto, me equivoco. La última novela nació en Barcelona, ha intentado sobrevivir a las distancias y la fiesta permanente del Distrito Federal, ha llegado hasta ésta la casita de falso campesino de Cuernavaca. Pero se está agotando, también, como sus predecesoras. Un amigo me manda un mensaje de internet en el que se burla de mí y me dice que publique por adelantado mis obras incompletas. Lo haría si algún editor estuviera dispuesto. No es así.

No debería ser tan difícil escribir una novela. Tengo la estructura completa y clara, el personaje principal completamente definido, muchas imágenes que creo valen la pena. Pero de ahí no paso. Hace algo más de un año vivo solo en México. He venido porque me he dicho la mentira de que solamente así, lejos de mis amigos, de Barcelona que ya es casi tan mía como Bogotá, de mi mujer, podré por fin terminar este libro. Sigo sin poder. Cada día me siento un par de horas frente a mi computador aunque el resultado sea un párrafo mediocre o nada.

Uno de esos días (ya viviendo en Cuernavaca como un ermitaño, ya aislado de todo y de todos) decido que el problema es que la novela que escribo no tiene nada que ver con mi experiencia directa. Opto entonces por sacar además de las dos horas diarias para la novela fallida, otras dos para una especie de diario de recuerdos inventados (un diario en el que entran mis recuerdos, sí, pero también los recuerdos de mis mejores amigos de Bogotá y de mis amigos de infancia y de mis primos).

Un mes después he abandonado mi novela ambiciosa, la gran novela que creía me abriría de una vez por todas las puertas cerradas del gran mercado editorial. La abandono y decido que será para siempre. El diario de falsos primeros recuerdos de infancia se convierte lentamente en el único texto divertido. Dos meses después de empezarlo, estoy escribiendo como cuando escribí mi primer libro de cuentos: sin pensar en publicar, sin pensar en la forma, en el lenguaje, ni siquiera en el género. Solamente escribo sin detenerme, sin mirar atrás, disfruto escribiendo.

Al cabo de esos dos meses tengo casi doscientas páginas de falsos recuerdos de infancia y todavía no sé si eso será un libro de cuentos, una novela, el diario de un personaje inventado. A través de los recuerdos de ese personaje, sin embargo, he ido construyendo un mundo, un mundo lleno de posibilidades a partir del cual podría, si así lo decidiera, construir algo parecido a una novela.

Un mes después, la novela empieza a ser realidad cuando el personaje me pide que no cuente su vida durante la adolescencia y la primera juventud, tan parecida a la de tantos colombianos de su generación y de su clase. Sé que el personaje ha estudiado en un colegio y en una universidad, que ha tenido sus primeras novias, que ha probado sus primeras drogas, que ha leído sus primeros libros. Pero nada de eso es digno de ser mencionado.

Una noche, muy tarde, me despierta el ruido del teléfono en mi casita de ermitaño. En México conozco a muy poca gente, y nadie me llamaría a esa hora. Es mi familia, llamando desde Colombia. Mi abuelo se está muriendo. Hablamos largamente, consigo que me den el teléfono de los médicos de la clínica en donde el viejo está ingresado. Al día siguiente hablo con los especialistas y me dicen que como mucho le queda una semana de vida. Me voy al Distrito Federal y consigo pasajes para tres días después.

Llevo dos años sin estar en Bogotá y sin embargo la rutina que me espera no me permite ver nada. Llego al hospital a las nueve de la mañana, acompaño a mi abuela, recibo visitas, sonrío mucho para disimular la tristeza, almuerzo con el que esté en la sala de espera en ese momento, me paso toda la tarde junto a la cama de mi abuelo. Después de una semana está claro que el viejo se niega a morirse. Todas las noches, como si en realidad fuera un tipo disciplinado, logro sacar dos horas para seguir con el libro extraño.

La segunda noche en Bogotá empiezo a contar la vida adulta del personaje, una vida que sucede en Europa, lejos de su casa y de sus primeros recuerdos sabaneros. La alegría por el renacimiento de mi abuelo (que dos semanas después de la crisis se levanta de la cama regañando a médicos y pidiendo que lo dejen ir a arreglar su biblioteca) se le contagia al texto. El personaje adulto, un vagabundo, un excluido, empieza por fin a reírse de sí mismo. Y yo a reírme con él. Así, alegremente, sin la solemnidad de los primeros días, el libro se escribe solo.

Cada día pide más palabras. Empieza a ser autónomo y yo disfruto con la escritura como nunca había disfrutado. Para cuando vuelvo a Barcelona, a mi mujer y a mis amigos, mi abuelo está completamente recuperado y el texto es ya un fragmento de novela de casi trescientas páginas. Me encierro en casa de mi novia, consigo un trabajo de medio tiempo y el otro medio lo dedico enteramente a la escritura. No salgo durante un mes y al final tengo una historia completa, una extraña historia que ha roto sus propios límites para convertirse en literatura fantástica y que al mismo tiempo parece haberse convertido en lo que los editores y los críticos han dado en clasificar como ‘novela'.

Así es que estoy de vuelta en Barcelona, tan pobre como antes de lanzarme a la aventura mexicana pero un poco más viejo y más feliz. Y ahora tengo el borrador de lo que con suerte puede clasificarse como una novela. Lo primero que hago entonces es llamar a mi amigo Jorge Zentner, uno de los mejores guionistas de cómic del mundo y el maestro de toda una generación de escritores en Barcelona. Le pongo una cita para tomarnos un café. Le digo que tengo un libro acabado. Me dice que hace tiempo tiene ganas de conocer la evolución de mis cuentos.

Le respondo que no son cuentos, que ésta vez tengo una novela. Me pide el manuscrito, se lo doy y me dice que en una semana me enviará la respuesta. La respuesta me llega vía internet. Jorge no tiene compasión. No sólo ataca las ínfulas experimentales, el lenguaje rebuscado y los tiempos verbales forzados. Además pone en duda mi conocimiento del personaje principal. Me dice que no he sido capaz de ‘verlo', de ‘definirlo'.

Le respondo un mail defendiéndome. Al tercer intercambio de mensajes, acepto mi derrota y me encierro de nuevo con el borrador otros cuatro meses. Al mismo tiempo que a Jorge Zentner, le he enviado el primer borrador a una prestigiosa agencia literaria de Barcelona. Para mi sorpresa, me responden un mes después para decirme que están interesados en agenciarme. Cuando me llaman estoy en plena corrección y me parece que la novela no vale un peso.

Por supuesto, no dejo pasar la oportunidad y firmo con la agencia, pero les pido un par de meses para corregir el texto. Me demoro más de tres meses en hacerlo. Para cuando doy por terminado el trabajo, Jorge Zentner ha hecho nuevas observaciones y mi amigo Sergio Álvarez ha opinado también. El resultado final es que mi ambiciosa novela de cuatrocientas páginas, con juegos de tiempos verbales y estructura complicada, se ha convertido en una historia sencilla de poco más de cien.

Es una novelita muy corta que sin embargo me gusta más que la primera versión. A la agencia también le gusta y pone la maquinaria de la búsqueda de editor en movimiento. El texto ha tenido varios títulos desde mi encierro en México, pero parece que finalmente el libro se llamará Eva y los perros parlantes , tal como anuncio muy tieso y muy majo en la edición de marzo de la revista Soho en Colombia. Por supuesto, para cuando la editorial Alfaguara se muestra interesada en el borrador y está dispuesta a comprarla, el título ha cambiado.

Con el nuevo título no están de acuerdo ni mi agente, ni mis amigos, ni mi mujer, ni mis correctores, ni la editorial. Pero yo sigo creyendo que es el título que necesita y que aunque parezca el título de una serie infantil de televisión, traerá buena suerte para el libro. Firmo entones el contrato con Alfaguara para una novela que se llama Zanahorias Voladoras y que tiene solamente 130 páginas. Esto sucede en junio del año 2004. Releo la novela cuando me llegan las primeras pruebas de la editorial desde Colombia, en julio. Es un extraño libro, un libro escrito en un tono íntimo, casi autobiográfico y que sin embargo no es íntimo ni autobiográfico. Tenía razón jorge Zentner cuando me decía que era necesario conocer mejor al personaje. Durante los largos meses de correcciones después del borrador inicial, he descubierto que no lo conocía. He tenido que hacerme amigo suyo, para que finalmente haya sido él quien impusiera sus reglas y quien decidiera el curso que tomó finalmente la novela.

Hoy escribo esto desde la casa de mi abuelo, en Bogotá. Ha pasado un año desde que vine la última vez. Mi abuelo ahora está muerto. La novela de cuatrocientas páginas se ha convertido en un librito de ciento treinta. Han sido necesarias tres ciudades, dos correctores, cuatro meses de trabajo extra, trescientas páginas perdidas, pero al fin tengo un librito que creo vale la pena. Cuando por fin lo acepto (que he terminado, que debo quedarme callado, que solamente queda la publicación) siento por fin la necesidad de empezar de nuevo, de embarcarme en la narración de otra historia. Y de dejar por fin atrás ese texto, producto de viajes, de encrucijadas, de errores, producto también de la necesaria y definitiva renuncia a la ambición. Ahora, mientras escribo esto, siento que por fin es tiempo de echar a andar a ese hijo bastardo que a partir de ahora y para siempre tendrá que defenderse solo en el mundo.



Reseña de Zanahorias Voladoras
Por Alejandro Martín

Antonio dice que su novela es el resultado de renunciar a la ambición y ninguno de nosotros le cree. En la presentación del libro dijo que el título era una especie de juego enfrentando la seriedad de los títulos de las novelas de Gabo, y tampoco le creímos (quien se atreva a pintarse mentalmente las zanahorias voladoras reconocerá la potencia de la imagen). Sin embargo al leerlo pasa algo muy diferente. Sentimos que su novela es tremendamente honesta, que en ella se atreve a revelarnos de sí mismo mucho más de lo que sería capaz en persona. Ni borracho. El primer capítulo nos deja mudos por la manera como es capaz de enfrentar la muerte del padre, por la manera en que logra pintar ese cuadro de infancia, tan brillante y a la vez tan oscuro, tan duro. De una vez somos atrapados por una novela que no nos va soltar hasta que la terminemos. La escritura, mediante frases cortas que se siguen unas a otras como si se tratara del golpeteo de un baterista, nos conduce por todos los delirios de una mente que desde un comienzo ya no sabe qué es real y que no. A veces sentimos que se pierde, algunos giros nos parecen innecesarios, algunos chistes fuera de lugar. Cuando deja de hurgar en su manera de ver las cosas e intenta inventar aventuras dejamos de creerle. Menos mal que está allí, atento, el diablillo irónico que siempre lo ronda y le hace darle la vuelta a las cosas, el cuentista que sabe dibujar de un solo trazo una imagen que vale más que mil digresiones. Y sobre todo, el escritor entregado a su trabajo, el hombre angustiado y asustado, el que se atreve a revelar sus ambiciones enormes y sus debilidades enfermizas. Admiramos entonces al personaje que es capaz de reconocer que su vida se confunde con los relatos de la misma, que al perder a su papá supo que el mundo no tenía sentido, que adora a aquella loca hermana que desde su infancia vive bañada en miel, que ve en su mamá la figura de la más hermosa de las mujeres y en su esposa la más atractiva e intensa de las fanáticas del yoga. Nos quedamos con aquél que se fue a triunfar a Barcelona y el fracaso le dejó en las manos esta novela. A ese sí le creemos, y le agradecemos haber sido capaz de dejarse las tripas al escribirla.

Volver arriba


Todos los derechos reservados. | Imagen y texto © Revista piedepágina