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Revista de Libros
No. 1 Diciembre 2004

La novela contemporánea y otras enfermedades
Por Juan Gabriel Vázquez y R. H. Moreno Durán


 R. H. Moreno Durán y Juan Gabriel Vázquez (A.M)

Desde hace algunos años Juan Gabriel Vásquez ha reseñado todos los libros de R. H. Moreno Durán para el Boletín Bibliográfico del Banco de la República. La lectura crítica de su obra lo ha acercado a uno de los escritores más importantes de finales de siglo XX en Colombia. En septiembre Juan Gabriel vino a Bogotá a lanzar su novela Los informantes en los mismos días que R. H. estaba lanzando su último libro: Mujeres de Babel . Ahora, mientras enfrenta una seria enfermedad, Moreno Durán parece más productivo que nunca: acaba también de recibir el premio literario Ciudad de San Sebastián por Cuestión de Hábitos , que pronto va a ser lanzado en Colombia. Hablar de literatura es para ellos hablar de muchas cosas, de la escritura y de la lectura, de la ficción y la realidad, de la guerra y de la historia del país, de sus preocupaciones más abstractas y sus motivaciones más concretas.

1. La enfermedad de la literatura

JG
: En las conversaciones que hemos tenido en estos días, lo que no me ha sorprendido ha sido precisamente que tú has visto tu enfermedad a través de la literatura. Tal vez eso es un escritor, ¿no? Alguien condenado a ver sus propios padecimientos a través de lo leído. Al mismo tiempo, la enfermedad está en todos tus libros.

RH: A medida que uno reflexiona más, descubre que, en el fondo, la literatura es una permanente reflexión sobre la enfermedad. Tal vez porque nadie que esté contento escribe. Felicidad, literatura son incompatibles. Mi libro Donde las paralelas se encuentran reúne mis dos grandes novelas sobre la enfermedad: Los felinos del Canciller , aunque trata del mundo de la diplomacia, contiene una crónica de la larga agonía de Angélica Barahona a causa de la tuberculosis, pero es la agonía de un país maquillado por la diplomacia, maquillado como se hace con los enfermos terminales. Y la otra novela, El Caballero de La Invicta, se pregunta permanentemente por qué envejece la célula sin que el protagonista se dé cuenta de que en su familia —sus hijas, su mujer, sus hermanos— todo está corrompido y la sociedad absolutamente destruida.

JG: Si tomamos la enfermedad a nivel metafórico, en Mambrú también es constante el tema del malestar del país. Incluso pones sintomatologías muy precisas, desde la condición de los soldados en Corea hasta la enfermedad de Virgilio Barco.

RH: Exactamente. Y además se reflexiona sobre esa enfermedad superlativa que es la guerra.

JG: Me gustaría que me contaras si conscientemente has buscado textos que releer en estos días, después de tu diagnóstico. Si has tenido el tiempo, la energía, y sobre todo el interés de leer algo como apoyo.

RH: No. No los he buscado, no me ha interesado mucho la lectura como terapia. En cambio, sí creo en los poderes balsámicos de la escritura Uno de los libros que más me sorprendió hace unos 20 años, cuando lo leí por primera vez, fue La enfermedad y sus metáforas de Susan Sontag. Me sorprendió porque estando ella en una situación idéntica. Logró anular el yo de su discurso reflexivo. Toda la reflexión que hace está apoyada en textos literarios. Y esa lucha entre enfermos de tuberculosis versus enfermos de cáncer apoyada por textos literarios es apasionante. Yo no tenía la menor idea de que el cáncer fuera una enfermedad muy antigua, contrariamente a lo que se dice. Sontag afirma que dos siglos antes de Cristo ya los médicos griegos habían identificado el cáncer como una enfermedad silenciosa, interior, alejada del entorno social. Una enfermedad del individuo, que minaba la vida de un hombre alejado de los designios de los dioses, a diferencia de lo que sucedía con la tuberculosis, que se consideraba una enfermedad de gente pobre, mal alimentada, pero que tenía un cierto carisma.

JG: Sin la tuberculosis no hay Henry James, no hay Dickens…

RH: No hay Kafka, no hay Albert Camus... Cuando Camus está en lo peor de su enfermedad descubren la estreptomicina y esto lo ayuda en los últimos años de su vida.

JG: Luego aprovecha y va y se mata.

RH: Pero lo curioso es cómo, mientras está enfermo y enfermo grave, es capaz de escribir La peste , que es una reflexión sobre el cáncer histórico del totalitarismo nazi.

JG: Hay una teoría de William Styron, en un librito genial que se llama Oscuridad Visible [ Darkness Visible ], según la cual en realidad Camus se suicidó. A través de una serie de conductas, el individuo se pone a sí mismo en riesgo deliberado por un afán suicida. Y que eso fue lo que le pasó a Camus. Él analiza la muerte de Camus en términos de enfermedad, de depresión.

RH: Es elevadísimo el porcentaje de escritores suicidas. Un escritor no se suicida porque está feliz con el mundo ni mucho menos. La reflexión de Camus sobre el suicidio es una reflexión muy seria sobre la enfermedad, una enfermedad que llamó Absurdo con mayúsculas, y que es típica de entreguerras. Lo absurdo ha existido siempre (con razón compara lo absurdo con el suicidio y con esto revive e ilustra El mito de Sísifo) , pero se agudizó en la entreguerra que le correspondió vivir y padecer. Una sociedad desesperanzada, sin asidero en la realidad...

JG: De todas maneras el asunto del suicidio y los escritores me ha parecido siempre bastante más impredecible de lo que se cree. Yo creo que los escritores a cada rato están dando ejemplos de que su relación con el suicidio no es la que se suele pensar en términos románticos. El suicidio no es la manera de escapar de la desgracia, es mucho más complejo. Primo Levi se suicidó cuarenta años después de salir del campo de concentración, cuando ya había escrito tres libros que, pensaría uno, le hubieran debido servir de exorcismo.

RH: Para mí los años finales de Beckett son un perfecto suicidio, un suicidio a lo Esperando a Godot : en un ancianato, alejado de todo… Yo creo que ésa es la reflexión que valdría la pena hacer: las diferentes formas de enfermedad del escritor, que no son solamente las biológicas. Si me apuras, pienso en Kierkegaard, y digo: todo el existencialismo es una enfermedad, la enfermedad de nuestro tiempo. Y cuando hablo de “existencialismo” no me refiero al catecismo de Sartre, sino a la actitud que todo ser humano asume ante su existencia. La cuestión es por qué existe, pero no es a los escritores a quienes nos compete definir la naturaleza de esa enfermedad. Que la pluma es un virus, es una metáfora triste, pero cierta. Los escritores suelen decir que la escritura es una enfermedad . Lo dicen de forma coloquial, pero en el fondo están diciendo una profunda verdad.

JG: Es que el escritor, el novelista sobre todo, tiene para mí una doble condición muy compleja: por un lado la de enfermo, como estás diciendo, y por otro lado la de predador de enfermos, la de parásito de los enfermos, la del individuo que va persiguiendo la desgracia ajena, la enfermedad ajena, la enfermedad física y metafísica, para aprovecharse de ella para sus propios fines como creador de historias y personajes. Es un parásito.

RH: Claro. El ejemplo mayor sería Balzac, que iba buscando otro tipo de enfermedades sociales como la avaricia, el arribismo, la corrupción burocrática, en fin, las miserias del ser humano en todas sus manifestaciones, para convertirlas en libros. No me extraña que algunos de los grandes escritores hayan sido médicos. No olvidemos que dos de los escritores más importantes que ha producido la modernidad, Rabelais y Gottfried Benn, eran médicos, médicos que se metieron con la parte más oscura, viscosa, morbosa, de la condición humana. Enfermedad y literatura son de alguna forma redundantes. Debe ser muy aburrido escribir sobre la salud, o sobre la felicidad. El escritor desde Homero busca el lado anormal de la realidad. No hay nada más enfermo que un escritor. El caso de César Vallejo, por ejemplo, es paradigmático. Yo siempre he dicho que en el Perú no hay ningún escritor sano: Martín Adán, César Moro, Arguedas, pero, sobre todo, un enfermo evidente, así goce de aparente buena salud, es Vargas Llosa...

JG: Julio Ramón Ribeyro fue un enfermo de profesión.

RH: Y en sus textos se ve: ese texto sobre los fumadores...

JG: Sólo para fumadores , ¿no? Ribeyro rompe la línea entre la autobiografía y la ficción y examina la enfermedad del fumador desde el doble punto de vista del enfermo y del predador de enfermos para material literario. Se transforma a sí mismo en material literario, mientras sabe que se está matando. Y lo logró al final.

RH: Hay un poeta colombiano del siglo XVII, Francisco Álvarez de Velasco y Zorrillo. Se enamoró de oídas y lejanías de Sor Juana Inés de la Cruz (esto lo trabajo en mi libro Cuestión de hábitos que acaba de publicarse en España). Este poeta —aparte de subrayar que enamorarse de una mujer que no conoce, escribirle cartas y poemas es una enfermedad— tiene un verso que es dolorosamente prodigioso y se anticipa a todo César Vallejo: Madrugar a ponerme los dolores. Eso es terrible, es como si dijera: yo pongo el despertador a la cinco y comienzo a vestirme de sufrimiento, como si las enfermedades fueran prendas...

JG: Pero hay otro síndrome que me parece a mí que es enfermedad ocupacional de los escritores: la hipocondría. Philip Roth tiene una novela entera montada sobre el hecho de una persona a la que le duele el cuello y no sabe por qué, y eso acaba construyendo todo un sistema de dolores, vistos todos a través de la literatura, que es absolutamente sintomático de la posición casi paranoica de los escritores.

RH: Thomas Bernhard es otro ejemplo.

JG: Bernhard era un hipocondríaco y un paranoico de primer orden.

RH: Y Peter Handke... Es un tipo de literatura muy difícil, porque suele ser un género de literatura para lectores hipocondríacos, para enfermos. Las pocas veces que yo me he sentido sano es cuando me he sentido mal leyendo a Handke o a Bernhard.

JG: Libros que funcionan un poco, a pesar tuyo, de forma terapéutica.

RH: Creo que el artista intuye que toda obra de creación conlleva al mismo tiempo la enfermedad y la terapia. ¿Recuerdas el Filoctetes de Sófocles? Un hombre aislado por la enfermedad que padece, que es rechazado por sus semejantes es, a la vez, admirado por su habilidad al manejar el arco. Toda enfermedad lleva implícito su remedio, parece decirnos Sófocles. Y eso lo encarna el artista: la enfermedad es el artista y el arco que lo redime es la obra de arte.

2. 1942, un año de cruces.

RH
: En Los informantes , tu última novela, tocas uno de los periodos más enfermos en el siglo XX, que es la Segunda Guerra Mundial y su influjo en Colombia, que no fue escenario directo de esos acontecimientos. Si partimos del hecho de que la guerra es la gran enfermedad, es la fiebre exacerbada que anuncia que el cuerpo está mal, ¿hasta qué punto crees tú que en esos campos de concentración de Fusagasugá, con un gobierno aparentemente sano como era la República Liberal, campeó la enfermedad?

JG: La manera lateral de entrar en ese tema para mí fue precisamente no examinar las consecuencias directas de la enfermedad global en ese momento, que era, por decirlo así, el nazismo y la desgracia judía consecuencia del Tercer Reich, sino descubrir de qué maneras el remedio, encarnado por los aliados, por Roosevelt y los Estados Unidos, tenía también en sí mismo su propia enfermedad: los abusos que cometió el gobierno de Eduardo Santos contra ciudadanos inocentes, por razones de solidaridad política...

RH: O por exigencias directas.

JG: El asunto era ver hasta qué punto un sistema que predica la salud y que predica el remedio está en sí mismo enfermo. Esto era lo que me interesaba a partir de las conversaciones que tuve con los testigos del hecho. En la novela, la presencia de la enfermedad es intensa. La novela comienza en 1994, con una enfermedad cardíaca de su personaje principal. Desde la primera página ya estamos hablando de un malestar físico, de un daño profundo del cuerpo humano, y de las situaciones que eso conlleva.

RH: En el universo ficticio de la novela se plantea todo eso, pero lo triste es confirmar cómo en el universo real, Colombia se dio el lujo de cerrar puertas, frente al resto países de América Latina que acogieron a los desterrados de la República Española, a los comunistas, a los judíos... Otros países los recibieron, como México, Chile, incluso Venezuela. Pero en el caso colombiano, nosotros teníamos al frente de la cancillería a un médico superlativo que es uno de los personajes más siniestros que ha tenido la historia colombiana y que en algunos lugares goza de cierto predicamento todavía: el profesor Luis López de Mesa. Anticomunista, antisemita convencido, él es responsable de por lo menos 50 años de atraso en la cultura colombiana. Recordemos algunos hechos. Dentro del gabinete de Eduardo Santos ocurren cosas como ésta: siendo ministro de educación, Germán Arciniegas invita a Stefan Zweig, gran escritor judío, a que se radique en Colombia. López de Mesa, como ministro de relaciones exteriores, dilata a tal extremo el cumplimiento de la invitación, que Stefan Zweig, a comienzos de 1942, el año de tu novela, no soporta más y decide suicidarse con su esposa en Petrópolis, donde aparentemente era feliz. La pregunta que cabe hacer es: ¿Hasta qué punto los gobiernos y quienes manejan la cosa pública son culpables de una cantidad increíble de hechos individuales que terminan en tragedia?

JG: Ése es el objetivo de la novela que más me interesa hoy en día: la que examina cómo los grandes poderes afectan las vidas individuales. Los informantes habla de la intrusión de las decisiones históricas en la intimidad humana, de la Historia con mayúscula metida en las historias con minúscula. Y parte de la Historia con mayúscula es la enfermedad de esa clase política. A mí me parece claro que Luis López de Mesa es uno de los testimonios de la enfermedad de la clase política de esos años, del antisemitismo tolerado...

RH: Y estimulado desde el Poder.

JG: Hay declaraciones en las que él textualmente dice que los judíos tienen “una orientación parasitaria de la vida”.

RH: Pero hay otra declaración mejor, mejor en el sentido de que es más perversa, más sórdida, López de Mesa se pregunta: “¿Para qué recibir judíos en Colombia? Los judíos y los indígenas mezclados sólo pueden dar avaros perezosos” .

JG: ¡Era un etnólogo impresionante!

RH: Era lombrosiano en el sentido del derecho penal que nos enseñaron. Y es terrible que un país como éste perdiera la gran posibilidad de avanzar culturalmente. Y abominaciones como ésa nos invitan a escribir novelas sobre el asunto. Yo mismo tengo una novela, esperando a ser publicada, que sucede exactamente en el mismo momento histórico.

JG: No sabía que tú tenías una novela con temas en común con Los informantes .

RH: No sé si recuerdas la antología de cuentos de cine que José Luis Borau hizo para Alfaguara. En ese libro, donde aparecen cuentos de Vásquez Montalbán, de Cabrera Infante, Javier Marías, Juan Marsé, Bryce Echenique, aparece un cuento mío como de 40 páginas, que allí se llama Primera persona del singular , y que consiste en el viaje que Orson Welles hizo a Colombia en agosto de 1942. ¿Por qué vino a Colombia Orson Welles? Porque después del éxito de Ciudadano Kane , Welles se convirtió en una figura de fama mundial y los Estados Unidos, el Departamento de Estado y la RKO decidieron enviarlo a América Latina a hacer un documental, y así usar su prestigio como una forma de aunar el interés de América Latina con Estados Unidos frente a las fuerzas del Eje. No hay que olvidar que Estados Unidos llevaba seis meses en guerra.

JG: Probablemente querían también sacárselo de encima un tiempo, ¿no? Por presiones de William Randolph Hearst, el magnate mediático representado y destruido en Ciudadano Kane ...

RH: Sospecho que Welles vino, en el fondo, huyéndole a Rita Hayworth, que era bastante “intensa”. En realidad, vino a hacer el documental y permaneció en el Brasil, ininterrumpidamente, por siete meses. Luego fue a Buenos Aires, habló con Borges, para el estreno de El Ciudadano , que así se llamó su película en Argentina. De ahí surgió la bellísima nota que Borges escribió en Sur . Luego fue a Chile, y ya de despedida llegó a Lima, y el 12 de agosto las agencias de prensa le hicieron la última entrevista y le preguntaron: ¿Y qué va a hacer a partir de ahora, viaja a Los Ángeles? Dijo: No, mañana viajo a Bogotá, Colombia . Le preguntaron por qué, y contestó: Tengo grandes amigos en Colombia, me encantan los toros, Colombia es un país de toros y soltó todo un rosario de tópicos sobre nuestro país.

Al día siguiente, agosto 13, en la primera página de El Tiempo se lee: ORSON WELLES LLEGA A BOGOTÁ, y los mismos titulares reproducen El Espectador y El Siglo. Pero Orson Welles no llegó nunca a Bogotá. Ese capítulo forma parte de una novela que se llama El hombre que soñaba películas en blanco y negro , que cuenta lo que le ocurrió a Welles en Bogotá los días 13, 14 y 15 de agosto, 8 días exactos después de que Eduardo Santos entregara el poder y lo asumiera por segunda vez Alfonso López Pumarejo. Esto tiene una importancia política que nadie recuerda, y es que Laureano Gómez, en una entrevista que tuvo con el embajador norteamericano, le dijo que si Alfonso López se posesionaba, él daría un golpe de Estado con la ayuda de sus amigos del Eje. La cuestión es que Orson Welles llega a Bogotá, una ciudad convertida en un nido de espías, corresponsales de guerra, y con el agravante de que en ese momento el país estaba completamente conmovido, dolido y rencoroso por el hundimiento de varias fragatas colombianas en el Caribe. En ese ambiente a Orson Welles sufre una serie de peripecias impresionantes. Es una novela larga, de unas cuatrocientas y pico de páginas, donde reconstruyo un determinado momento histórico colombiano. De alguna forma constituye un díptico con Los felinos del Canciller .

3. La novela y la realidad

JG: A mí la idea en general de la novela como especulación sobre la realidad, sobre lo que pudo haber ocurrido, me obsesiona cada vez más. Y parece que hubiera una tendencia, que apenas está naciendo, de escritores literarios que se valen de la ficción para explorar esos territorios de lo que hubiera podido ser. Ahora en octubre va a salir una novela de Philip Roth que se llama El plan en contra de América [ The Plot Against America ] y examina una realidad en la que Charles Lindbergh, antisemita declarado, es elegido presidente de Estados Unidos en vez de Roosevelt, y hace un pacto de no agresión con Hitler. Los judíos comienzan a ser perseguidos dentro de Estados Unidos...

RH: En mi novela se habla de la visita de Lindbergh a Bogotá. Él llegó primero a la costa atlántica, luego aterrizó en la Serrezuela, que hoy se llama Madrid, Cundinamarca. Pero todo está contado teniendo siempre como eje esos tres días reales. Mi labor de reconstrucción tanto histórica como urbana y de ambientación fue absoluta.

JG: ¿Te parece que es un camino nuevo que está siguiendo la novela?

RH: No, yo en ningún momento fui consciente de que estaba siguiendo dicha tendencia. Por poner otro ejemplo, La conexión africana trata de lo que pudo pasar si Albert Camus hubiera tomado un actitud diferente en 1956 en Argelia.

JG: Los cuentos de El humor de la melancolía también manejan la especulación...

RH: Me siento muy cómodo con eso, porque responde a la necesidad de no despegar, no apartarse demasiado de la realidad. Yo adoro la ficción-ficción. Ficción-ficción es la trilogía Fémina Suite , Los felinos del Canciller y, sobre todo, El Caballero de La Invicta . Pero siempre he sido un gran devoto de Orson Welles, y pensar en la posibilidad de Welles en Bogotá, en esos días tan peligrosos, tan extraños, tanto de política interna como externa fue un gran estímulo para escribir la novela. Trabajé todo esto en silencio —va para ocho años que salió el cuento en Alfaguara—, y no he querido publicar más fragmentos ni nada, pero la novela ya está sellada.

JG: Es otra vuelta de tuerca acerca de la relación entre la historia y la novela. Yo tomo el caso nuevamente de Philip Roth. Acaba de escribir en esta última década una trilogía sobre eventos claves en la historia norteamericana de este siglo: la década de los 60, con Pastoral americana ; el mcarthismo, con Me casé con un comunista , y la década de los noventa, con racismo y puritanismo incluidos, con La mancha humana . La novela ha sido el gran instrumento de penetración en las zonas oscuras y ambiguas de Estados Unidos, pero siempre a partir de la realidad. La novela se vuelve el gran instrumento de la especulación histórica.

RH: Hace muchos años, cuando todavía vivía en Barcelona, me planteé la posibilidad de escribir, ya no una novela, sino escribir la Historia como una novela. Uno de los tres ejércitos que tuvo una incidencia capital en la fundación de Bogotá fue el de Nicolás de Federman, y el conflicto entre Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar y Federman —conflicto que se resolvió en Valladolid— estableció que Jiménez de Quesada era el verdadero fundador. Además, Carlos V era alemán. Así que mi historia parte del supuesto de que el verdadero fundador de Bogotá fue Nicolás de Federman, y que, por lo tanto, fundaba la primera ciudad alemana en América Latina. Quería construir toda la historia de Colombia como una historia alemana. Esa es una posibilidad que me llama mucho la atención, de pronto terminará en un simple cuento. Pero tiene mucho que ver con lo que tú acabas de decir. Mi idea es tomarme un día un respiro y escribir ese cuento o esa pequeña novela en tono de parodia de un país alemán que es Kolumbien. ¿Por qué? Porque fue el único país que tuvo fundador alemán, entre cuyas huestes vinieron los primeros Moreno. Además, la zona donde yo nací es la de la ruta de los alemanes, Santander y Boyacá. Entonces volviendo a tu pregunta, no creo que la novela intente colonizar nuevos espacios, sino que se confirma que todos los espacios son territorios de la novela. Hay un hecho muy curioso, Orson Welles conoció, durante los carnavales de Río de 1942, a Stefan Zweig, y éste le contó la maravilla que era ese país donde iba a vivir, porque un amigo lo había invitado. En mi novela, cuando llega Orson Welles a Colombia lo invitan a una reunión para presentarle gente prestante, y en esa reunión hay un hombre muy silencioso, de unos dos metros de altura, a quien todo el mundo llama Viator, que habla con acento mineiro y con quien Welles simpatiza de inmediato. Viator es ni más ni menos que Joâo Gimarâes Rosa, que en esos momentos vivía en Bogotá. Era secretario de la embajada y acababa de ser cónsul en Hamburgo, donde los nazis lo habían metido en un campo de concentración. Una vez fue liberado, a su regreso lo nombraron en Bogota. Los datos de Guimarâes son fidedignamente ciertos. Yo aprovecho todas esas maravillas aunque sospecho que algún crítico dirá: A este tipo se le fue la mano... y resulta que todo eso es real. Welles y Guimarâes Rosa terminan haciéndose amigos aquí en Bogota, y se pregunta por qué en Colombia hay tanto interés por lo alemán...

JG: A eso me refiero con este giro de la novela que explora y trata de iluminar lo que ya pasó a la novela que se erige en dueña de lo que no ha pasado. Es una nueva conquista de la novela literaria. Y parecería que fuera una aceptación de que a la novela como género le queda más difícil competir con la realidad y tiende a dar el paso adelante, el paso que no podría dar el periodismo o el documental.

RH: Y eso hace más autónoma la novela, porque ya la novela no tiene límites. Contrariamente a lo que sucede con el periodismo, la crónica, el ensayo, que se quedan en unos espacios muy particulares, la novela es cada vez más totalizadora.

JG: Y en buena medida esto viene a desmentir a mi querido Naipaul, que durante un cierto tiempo no hizo más que predicar la muerte de la novela y la mayor importancia como género literario del testimonio directo. Sus libros sobre la India son prácticamente periodísticos. Durante mucho tiempo consideró que la novela había agotado su camino y que había que buscar nuevas formas de dar testimonio de la experiencia humana. Y luego empieza a hacer híbridos muy curiosos, como El enigma de la llegada , o como Un camino en el mundo . De lo que hablo es de una serie de juegos formales, desesperados, por competir con la capacidad testimonial del periodismo. Es decir, supongo que por eso no ha desparecido la novela, porque tiene una facultad absolutamente fascinante de adaptación.

RH: Sí. La novela es mimética. La novela es canibalizadora.

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