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No. 10  l  Diciembre 2006

Carlitos (Peanuts)
Charles M. Schultz

Por Gregorio Sánchez

Al principio uno no entiende por qué Snoopy aparece todos los días en todos los periódicos del mundo. Las tiras cómicas que protagoniza son más bien tristes, melancólicas, reflexivas, escenas de una vida que se ha quedado paralizada ante esa cadena de absurdos que es el mundo. Peor aún: Snoopy, ese perro blanco hecho a punta de círculos que cualquier niño de colegio (he aquí lo genial del dibujo) puede pintar si se lo propone, no es el protagonista de la serie, no, ni más faltaba, sino la confusa voz de la conciencia de un niño llamado Charlie Brown, acá entre nos “Carlitos”, el sensible, el despistado, que no está hecho para esta avalancha de popularidades, frases ingeniosas y miradas intimidantes que es el planeta que nos ha tocado habitar desde que la televisión se tomó las salas de nuestras casas. Carlitos, sí, con sus mil y una frustraciones (esa cometa que no se eleva, ese partido de béisbol que no se gana por nada del mundo), y su amigo Lino, Linus van Pelt, que va a todas partes con una mantica que le da la seguridad que todos necesitamos siempre que salimos de la casa, y la intimidante Peppermint Patty, tan fuerte, tan excesiva, que lo abruma con elogios que no se merece, que lo avergüenzan mucho más que su propia torpeza, y todos los demás, la gafufa Marcia, la agotadora Sally, el despeinado Woodstock (en español “Emilio”), que no merecen envejecer, hacerse adultos en un mundo en el que la única salida es encoger los hombros.

No es fácil entender por qué Peanuts (el título original de la tira cómica) les abrió el camino a las series que vemos hoy en los periódicos del mundo, desde Calvin & Hobbes hasta Garfield, pero si uno se toma el tiempo, si olvida la popularidad salvaje de sus personajes, si hace a un lado las películas divertidísimas que han partido de su universo, si hace caso omiso de los mugs, las camisetas, los muñecos de caucho que venden en las tiendas de juguetes, si se centra, mejor dicho, en esas secuencias pequeñas, lacónicas, tipo haikú, que son su marca de estilo, no puede creer que haya bibliotecas que no tengan esos libros exhibidos en la “ese” de Schulz, de Charles M. Shulz, que garabateó ese nuevo mundo de niños incómodos en la realidad que poco a poco, desde 1947 hasta 1950, fue convirtiéndose en esa obra genial (esa suma de cuatro ventanas sencillas) que se presentó por primera vez el 2 de octubre de 1950 en siete de los principales diarios de los Estados Unidos. Y que hoy, quién lo creyera, es reproducida por más de 2000 publicaciones en más de 70 países.

Uno no se muere de la risa cuando la lee. Y eso, en las páginas de un periódico, desconcierta. ¿No se trata de eso? ¿No se trata de reírse? No, no es eso. Que Snoopy sueñe con convertirse en un romántico piloto de la Segunda Guerra como el Walter Mitty de James Thurber, que Marcia esté enamorada en secreto del único niño que jamás creerá que alguien sea capaz de enamorarse de él, que Carlitos se quede ahí, en ese montículo en la nada, vestido con la misma camiseta a rayas que ha tenido desde que nació (hasta que desapareció con Shulz el 13 de febrero de 2000) tiene mucho de gracioso, claro, pero es gracioso como lo es la sensación de estar perdidos en un barrio en el que siempre nos sentiremos extranjeros. Sí, claro, ellos también lo sienten, ellos tampoco encajan. De eso se trata. Esa es la gracia de este cómic irrepetible. Es por eso que sigue apareciendo.

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